domingo, 6 de julio de 2014

El hombre que encarnó un paradigma del vínculo entre la política y el hampa

La leyenda de Juan Nicolás Ruggiero, alias "Ruggierito"

El hombre que encarnó un paradigma del vínculo entre la política y el hampa

 Fue ladero, guardaespaldas y hombre de confianza del caudillo conservador de Avellaneda, don Alberto Barceló. Iba de juerga con Gardel. Y uno de sus crímenes inspiró el tango Sangre maleva. Su asesinato es aún hoy un enigma. 

Ricardo Ragendorfer
El hombre que encarnó un paradigma del vínculo entre la política y el hampa
 En los viajes del sindicalista Gerónimo "Momo" Venegas a Necochea, su aldea natal, siempre lo acompaña un sujeto de mala traza, llamado Carlos Farnos. Allí se lo recuerda por una añeja historia. En 1978 fue asesinada la copera Mirta Godoy en un cabaret del puerto. La autoría recayó injustamente sobre el marinero yugoslavo Milivoje Pesic, quien sería condenado por ello. Recién en 1983 fueron arrestados en España los verdaderos matadores, dos hampones de poca monta. Uno era Farnos. Al salir de la cárcel, el "Momo" lo puso bajo su cobijo. Apenas una muestra de los ocasionales lazos entre cierta dirigencia política y el malandraje.
En una escala más orgánica, tal vínculo tuvo una visibilidad brutal a finales de 2010, en el desalojo del parque Indoamericano, cuando a la acción policial se sumó un ejército de matones sindicales y barrabravas oscilantes entre el duhaldismo y el PRO. Esto trazó un siniestro hito en la Historia argentina: era la primera vez desde la Semana Trágica que patotas reclutadas entre la sociedad civil se lanzaban a la persecución de inmigrantes. 
Al respecto, bien vale evocar aquel remoto antecedente. 
En 1919, un conflicto gremial en los Talleres Vasena desató una represión policial y parapolicial que se extendió a toda la ciudad. Y no sólo tuvo como blancos a obreros socialistas y anarquista sino también a colectividades extranjeras; en especial, la judía. La Semana Trágica dejó 700 muertos. Sus hacedores sin uniforme pertenecían a la Liga Patriótica, pero también había otros individuos que actuaban a cambio de unos pesos. En consecuencia, lo novedoso fue el uso político de elementos contratados en los bajos fondos.    
Tal práctica trazó un punto de inflexión en el escenario delictivo argentino. Y si hubo una vida que la ejemplifica fue la del ladero, custodio y mano derecha del caudillo conservador de Avellaneda, don Alberto Barceló. Su nombre: Juan Nicolás Ruggiero, más conocido como "Ruggierito". 
 
LOS CABALLOS Y LAS BALAS. El 21 de octubre de 1933, Ruggierito había ganado una fuerte suma en el Hipódromo de La Plata sin imaginar que ese sábado no sería su día de suerte. 
Ahora, casi a la medianoche, su cuerpo desnudo yacía sobre una mesada de mármol en la morgue del Hospital Fiorito; un pequeño agujero rojo resaltaba en el tórax. Junto a él, un hombre no encubría su pesadumbre. Era su amigo, el comisario Esteban Habiague.
Apenas unas horas antes, la víctima pasó por su casa para cambiar el traje de lino blanco por otro oscuro, que adornaría con una rastra criolla. Después se hizo trasladar en su un Cadillac a lo de Elisa Vecino, una morocha de 25 años, quien desde hacía casi una década lo recibía en su alcoba. Ella vivía en la calle Dorrego al 2000, del barrio de Crucecita. A las nueve de la noche, la pareja conversaba con Ana Gallino; al rato, se sumaría su esposo, Héctor Moretti, un simpático pistolero con quien Ruggierito tenía amistad. Su chofer –llamado Joselito– dormitaba en el Cadillac. Hasta que el estampido de una 45 lo arrancó del sueño.
Entonces vio dos imágenes: su patrón caer en brazos de Moretti y, luego, al girar la vista, un tipo que corría hacia la esquina, donde lo esperaba un Chrysler azul con el motor en marcha. El vehículo partió a toda velocidad. 
Los acontecimientos se tornaron vertiginosos. Moretti hizo unos disparos, mientras apoyaba al moribundo sobre el regazo de Elisa. Y saltó al estribo del Cadillac, que arrancó con un chirrido. Moretti siguió disparando. Desde el Chrysler le tiraban a él. Elisa, en tanto, sostenía entre las manos la cabeza del amante. Ruggierito, presintiendo que la vida se le cortaba, miró a su alrededor. Dibujo una sonrisa. Quiso hablar. Entonces, la boca se le llenó de sangre. Y cerró los ojos. 
Fue cuando el Cadillac regresó desde una calle lateral. La carrocería lucía huellas de proyectiles. Casi sin frenar, el herido fue cargado en el asiento trasero, antes de que Joselito enfilara hacia el sur, en dirección al Fiorito.
Ese sábado, el Barceló llegó allí con una docena de guardaespaldas. Habiague lo vio irrumpir en la morgue con la mirada húmeda.  
 
LA DIALÉCTICA DE LAS ARMAS. Nacido el 24 de junio de 1895, fue el menor de los once hijos concebidos por la unión entre una criolla y un humilde carpintero napolitano establecido en la Isla Maciel. A los 14 años ya pegaba afiches para el comité de Barceló, que iniciaba su primer período municipal en Avellaneda. Quizás fue por esos días cuando reparó en ese pibe que iba a la Intendencia para buscar la comida se repartía a los pobres. Una década más tarde, Juan ya era un avezado puntero político y un pistolero audaz. Supo ganar fama en tiroteos con patotas adversas a su padrino. En pleno auge del "fraude patriótico" –tal como los conservadores llamaban a sus trapisondas electorales– fue diestro en el arte de intimidar a votantes y conseguir libretas. Administró con eficacia algunos negocios partidarios. Y acostumbraba salir de juerga con un correligionario célebre: Carlos Gardel. Su abultado prontuario incluía máculas por juegos prohibidos, robo, lesiones, abuso de armas y varios homicidios.  
Una de sus víctimas fue el "Gallego Julio", un matón al servicio de los radicales, cuyo nombre era Julio Valea. Su providencia –al igual que, luego, la de Ruggierito– no resultó bendecida por el turf. En octubre de 1929, mientras miraba la séptima carrera del Hipódromo de Palermo, cayó con la frente atravesada por un proyectil. El tirador abandonó ese sitio en un auto veloz. 
Mientras ahora una acongojada  multitud rodeaba al Hospital Fiorito para despedir a Ruggierito, al comisario le vino a la mente dicho episodio. Y llegó a conjeturar que en la ejecución del Gallego –de la que Ruggierito no fue ajeno– podría estar el anagrama de su propia muerte. Luego repararía en otras tantas hipótesis: rivalidades políticas y discrepancias en los negocios sucios. 
Habiague sabía de lo que hablaba, ya que él era un importante engranaje del asunto. 
 
EL EXCARCELADOR. Antes de calzarse el uniforme policial, Habiague había sido periodista en La Razón y, luego, en La Tarde; fue administrador del Hipódromo de San Martín, además de oficiar de banca en algunos garitos. En ello estaba cuando Barceló le dijo: "Júntese 200 libretas y lo hago diputado provincial." Dicho y hecho: aquel hombre fue legislador por el partido de San Martín entre 1925 y 1928. El siguiente paso de su mentor fue designarlo como comisario inspector en Avellaneda. Desde aquel cargo, hizo excelentes migas con Ruggierito. Ambos eran parte de la misma maquinaria. Y en aquel contexto, una de las funciones policiales de Habiague era la de excarcelar por vía extrajudicial a los amigos y aliados que habían tenido la pésima fortuna de caer tras las rejas. "En esa época –decía el comisario–, de Avellaneda nadie entraba a pudrirse en Sierra Chica." Y menos, Ruggierito.
Al respecto, Habiague solía evocar una anécdota: una noche, por cuestiones del momento, Ruggierito hirió de muerte a otro compadrito, el "Pichón" Canevari, en un turbio almacén de Barracas, antes de darse a la fuga.
Al llegar la policía, interrogó al moribundo en estos términos: "¿Quién te hirió? ¿Fue Ruggierito?" La respuesta, declamada con el esfuerzo propio de la agonía, fue: "Vea, agente, el varón para ser hombre no debe ser batidor." Dicho esto, el Pichón cayó en el sopor eterno. Jamás supo que su frase póstuma inspiraría el tango Sangre Maleva, de Juan Manuel Velich y Dante Tortonese.
Ahora, esclarecer el asesinato de  Ruggierito era para el comisario un imperativo moral. En esas circunstancias, se le cruzó la última imagen que tuvo de él en vida. Fue durante un acto en el barrio La Mosca, cuando –para la sorpresa del propio pistolero– la multitud empezó a aullar: "¡Barceló, no! ¡Ruggierito, sí!" Entonces la mirada del caudillo, ya clavada de soslayo sobre el aludido, adquirió un extraño brillo.
En la soleada mañana del 22 de octubre de 1933, una muchedumbre nunca antes reunida en Avellaneda marchaba por la Avenida Mitre llevando en andas el féretro de Juan Nicolás Ruggiero, envuelto por la bandera. Alberto Barceló  aguardaba al cortejo en el cementerio municipal. 
Aún seguía siendo el individuo más poderoso de aquella ciudad. Su estrella recién declinaría a mediados de la década siguiente. Y murió en 1946.
Habiague concluyó su carrera en esos mismos años, sin dar con los asesinos de Ruggierito.
Mucho tiempo después, en una brumosa tarde de 1965, el ya viejo comisario departía con un conocido en una mesa de la confitería El Molino. Entonces, no sin cierta prudencia, reveló: "A Juan lo mataron sus amigos." Y tras una pausa, agregaría: "Lo mataron porque ya no les era útil." Su voz sonaba muy cansada.  «

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