miércoles, 30 de julio de 2014

entre cavernas: de Platón al cerebro pasando por Internet

Dossiers
ISSN 2014-1475
Entre cavernas: de Platón al cerebro pasando por Internet

Antonio Fernández Vicente (Facultad de Periodismo, Universidad de Castilla-La Mancha) reseña el libro de Javier Echeverría "Entre cavernas: de Platón al cerebro pasando por Internet" (Editorial Triacastela, Madrid, 2013, 186 páginas).

A la hora de abordar el problema del discernimiento entre realidad e ilusión, Javier Echeverría se sirve de un género literario que ya implica por sí mismo una declaración de intenciones. Se trata de un ensayo. Y como tal, se aproxima a su objeto de estudio de modo tentativo, alejado de dogmatismos y pretensiones de universalidad. Lo subraya Echeverría cuando señala que su meta es hacer filosofía, llegar a la boca de la caverna platónica y poner en duda la realidad del mundo: desenmascarar las falsedades y criticar las apariencias. Para ello, el texto comienza con la referencia al séptimo libro de la República, donde la visión del cósmos noetós eidético se alcanza tras renunciar a las creencias sólidamente enraizadas. Nuestras vidas no transcurren sólo en una caverna.

Es este enfoque multidisciplinar el que confiere profundidad analítica y contextual al ensayo. Los hay que se centran en la caverna mediática. Otros en la caverna del lenguaje. Muchos otros en la caverna política y económica. Para comprender qué es el Lebenswelt Echeverría recurre a la filosofía leibniziana: todos los mundos posibles pujan por existir, compiten entre sí y el mejor de los mundos -con permiso de Pangloss- es el que aporta mayor variedad de bienes y males. La pluralidad de mundos no entiende de moralidades.

Como cita Deleuze en Le pli, a propósito de Leibniz, “siempre hay una caverna en la caverna”. Pasamos de una a otra. Cuando creemos que hemos abandonado una de las cavernas, que ya no son los “titiriteros del conocimiento” los que proyectan sombras de los objetos reales sobre nuestras conciencias subyugadas, es preciso reconocer que, a fin de cuentas, quizás sea nuestro destino peregrinar, como la ciudad agustiniana, hacia una ciudad celestial inalcanzable. Simplemente, como en la docta ignorantia, nos es dado alcanzar la boca de la caverna, distanciarnos de esos espejos manejados por el genio maligno cartesiano y tomar conciencia del carácter increado de nuestros mundos, en plural. Distancia en el sentido del Verfremdung brechtiano -de los personajes, de la trama; extrañamiento en el sentido de Ostratenie de Shklovski: desvelar el carácter representativo de la ficción, que el mundo es, como diría Schopenhauer, mi representación.

Si consideramos que lo artificial, el entorno técnico, lo que ha creado el hombre es lo inauténtico y lo verdadero es la naturaleza -si existiera todavía algo no tocado por el ansia de antropomorfización-, estaríamos ignorando que también hay cuevas naturales filtradas por nuestra percepción. Echeverría llama a este cedazo sensorial “rendijas sensoriales”. Por ejemplo, únicamente el 10% de los estímulos exteriores llega a ser realmente percibido en nuestro sistema nervioso. En el caso de lo que el autor denomina -siguiendo su obra Los señores del aire- segundo entorno -la ciudad, el ambiente urbano-, incluso observamos una sensorialidad casi rayana en el puritanismo, dado el repudio de los “bajos sentidos” como el olfato, gusto y tacto; así como la primacía de la vista y el oído. Filtros que conforman cavernas, naturales, culturales, humanas, fisiológicas. Privación sensorial, nos diría Richard Sennett.

Echeverría reflexiona sobre las diferentes cavernas que procuran el engaño y, a veces, el autoengaño de las cuevas personales. Desde las cuevas literarias, cuya ilustración es la cueva de Montesinos quijotesca, a las tecnocavernas y cuevas virtuales de teatros, salas de conciertos, cines, televisión y, en última instancia, Internet, a las cavernas cerebrales de los filtros que el aparato neuronal interpone entre nuestra percepción y el mundo. El problema reside en creer que la vida online, los espectáculos televisivos, las mascaradas mediáticas en los medios periodísticos son la única caverna y sólo bastaría con desconectar para disfrutar del conocimiento puro, de la luz cegadora de las esencias. Salimos de esa caverna para entrar en otras. Y las cavernas se superponen. Nuestra vida transcurre en el ínterin de múltiples cavernas. Unas duraderas. Otras efímeras. Individuales y solipsistas unas. Sociales y colectivas otras.

Las hay más omnipresentes aún que los grandes medios de comunicación: las cavernas sociales. La referencia a los ídolos del Novum Organum de Francis Bacon nos advierte sobre estas cuevas que articulan los lugares comunes -topoi-, las ideas aceptadas sin cuestionamiento y convertidas en creencias tozudas, contumaces en el sentido de Ortega, las tradiciones reproducidas de modo automático, mecánico. Son cavernas que instauran orden donde no lo hay. Una ficción de orden. Un simulacro. ¿Cómo salir de esta caverna? Echeverría recuerda las célebres palabras de Galileo: Eppur, si muove. El lenguaje de la naturaleza es matemático y lo que se acepta como evidente en apariencia puede no serlo. Y sin embargo los hay que desean permanecer en la caverna, por comodidad, por seguidismo o, simplemente, porque carecen de ese hacer filosófico que es preguntarse constantemente, con Montaigne, que sais-je?

Quizás en este juego de verdad e ilusión, las cavernas mencionadas en el ensayo que, por su contingencia, más llamen la atención del lector sean las lingüísticas, las publicitarias -Marketish or perish-, las políticas -en la tecnopolítica todo es pura ilusión, espectáculo de los titiriteros de la democracia- y las cuevas financieras -el capital que sustituye a la idea de Bien como luz eidética. Son cavernas que todo lo convierten en mercancía, en signo -cavernas semióticas. Resulta curioso que la salida de la caverna política no sea posible más que por el exilio -con el riesgo de entrar en otra caverna política distinta-, la muerte o la cárcel.

La metáfora de la caverna sirve así de piedra angular para romper con las doctrinas que, al separar tajantemente lo real de lo ficticio, la verdad del engaño, cimentan y sedimentan la existencia de ese mundo ideal e inteligible que, en Platón, es privilegio de una elite -critica Echeverría. No hay sólo dos mundos, el verdadero y el ilusorio. Hay una pluralidad de mundos. No es el nuestro un universo, sino un multiverso, como nos recuerda Echeverría retomando las ideas pragmatistas de William James. Y a propósito de la problematización de la Unidad, de los monismos que no aceptan crítica alguna, también el autor cuestiona la idoneidad de llamar a una institución del saber “universidad”. Más bien, debería hacerse llamar “pluriversidad”, interesada como debería estar por lo que tiende a diversificarse, por la diferencia antes que por la unidad como principio de explicación racional.

Puesto que nos hallamos indefectiblemente condenados a vivir entre cavernas, quizás lo más aconsejable sería, en primer lugar, tomar conciencia de ello para, en segunda instancia, elegir entre esos mundos posibles que pujan por existir en cuál queremos habitar. Una buena opción sería en las cuevas literarias donde Dulcinea existe como ideal y don Quijote como realidad más real que Cervantes y Alonso Quijano.
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