martes, 8 de julio de 2014

De cómo el profesor Juan Vilar rompe el maleficio localista

Revolución y lucha por la organización

De cómo el profesor Juan Vilar rompe el maleficio localista


La nueva obra del historiador argentino nacido en Paraná, que ejerció la docencia por medio siglo en colegios y universidades del litoral, resulta de lectura obligada para conocer causas y raíces, sin evasivas.

Yo que el lector de esta columna me correría hasta la calle Córdoba en Paraná, casi  Alameda de la Federación, frente a la Plaza, y conseguiría en la Editorial de la Universidad de Entre Ríos –EDUNER-, la obra de Juan Antonio Vilar, para que no me la cuenten.
La interpretación del pasado de la Argentina y el cono sur de Abya Yala (América) que escribió el historiador de Paraná, y que acaba de editar la EDUNER, facilita la comprensión de las razones antiguas y vigentes de nuestra incorporación actual al mundo como país subordinado.
Este libro habla de los que triunfaron, pero también de los derrotados, y sin rodeos.
No resulta extraño para quienes seguimos, desde hace lustros, los conocimientos y la rigurosidad de análisis del entrerriano, un bastión en el estudio y la difusión de la historia en provincias del litoral. Pero impactará sin dudas en algunas altas casa de estudio, cuando se advierta la redacción de una historia integral, no localista, es decir: no porteña, de la mano de un investigador que ni busca aplausos ni esquiva el debate, y que tiene bien calados al imperialismo y a la metrópolis que mejor le sirve.

Desde Paraná

Muy bien documentada, la historia de Vilar no se queda en la letra de los documentos.
Frente a cierta compulsión de los pensadores provincianos a tratar temas locales, zonales, y dejar para los demás la historia del mundo o de la nación (lo que los lleva a tocar temas muy nuestros desde perspectivas estrechas que poco pueden explicar), Juan Antonio Vilar rompe con el maleficio: habla de la historia del cono sur del Abya Yala y lo hace desde Paraná.
Reniega del hábito de delegar la interpretación de la historia nacional. Y eso no es todo: su obra titulada  “Revolución y lucha por la organización” demuestra además (por si hacía falta) que no es necesario sentarse a escribir a cambio de un fajo de billetes, cosa habitual por estos días.
Y como no cede al localismo, no cede a los intereses personales, sectoriales, zonales, y traza una línea clara, que cruza el libro de cabo a rabo, entre las ideas y las luchas populares por un lado, y la oligarquía.
Hay un reproche implícito a los porteños por su pretensión de hacer pasar por nacional su historia local (porteña), pero sin caer en el error de reemplazar ese reduccionismo por otro: Vilar sintetiza en 250 páginas una interpretación esperada, necesaria, con una mirada distanciada y amplia, y a la vez comprometida con la independencia.
Por eso no relativiza las responsabilidades. No da lo mismo cualquier cosa: algunos de nuestros llamados próceres, entre comillas, fueron personajes nefastos para el interés colectivo y hay que saberlo. Esta contribución se hace, entonces, vital.

Los protagonistas

Juan Antonio Vilar apunta la continuidad de los privilegios de las clases dominantes después de 1810, y después de 1816, como síntomas del desvío y luego la derrota de las luchas independentistas. Por más celebraciones que se hagan del 9 de Julio.
A propósito,  la obra dedica apenas tres páginas al congreso llamado “de Tucumán”, señala que siguió prevaleciendo la idea monárquica con el envío de emisarios en busca de un rey en Europa, y luego en Brasil, y apunta que el directorio de Juan Martín de Pueyrredón fue sinónimo de despotismo, traición y corrupción.
Lo de las tres páginas al Congreso reunido en Tucumán no es anecdótico: Vilar dedica más espacio al empréstito de la banca Baring Brothers y otros parecidos que dejaron a los pueblos del Abya Yala a merced de las exigencias de Gran Bretaña.
(Dicho sea de paso, Juan Antonio Vilar, como Juan José Rossi, son de los pocos que ya nombran Abya Yala al continente en sus obras).
En un repaso de las luchas por la independencia, el autor no puede sino reprobar los ingentes esfuerzos de los más destacados “próceres” porteños por traer reyes europeos a estas pampas, cuando la revolución desatada en la Liga de los Pueblos Libres ya había establecido la independencia y la república como condiciones principales y sine qua non desde las Instrucciones de 1813, y las había reafirmado con la creación de la bandera de la banda roja y en el campo de batalla.
Este libro de la EDUNER es un capítulo de la serie que está escribiendo el entrerriano, y que abarcará de los tiempos de la colonia a nuestros días. Como bien lo anuncia en su introducción, Vilar se propone demostrar hipótesis nuevas y propiciar el debate. Y vaya si lo consigue.
No estamos sólo ante un estudio que registra los puntos flacos del programa porteño, y las flaquezas de sus conductores. Estamos ante una nueva mirada que rescata otra revolución, la revolución inconclusa, que no expresaron ni Saavedra ni Rivadavia ni Rosas ni Mitre. Y sobre la cual hay mucho para contar de indios, negros, gauchos, criollos, orientales, argentinos, chilenos, altoperuanos, pueblos que fueron protagonistas principales de la revolución o la resistencia y que la  historia más conocida relegó a un papel de reparto. 
Hay que leer con mucha atención el rol de nuestros “próceres” en la dos décadas iniciales que van del 10 al 30. La tremenda influencia de los intereses británicos y la benevolencia del trato que se les brindó tiñe gran parte de esta obra, lo mismo que la suerte aciaga de quienes se opusieron a esa sumisión.

Elitista o popular

Juan Antonio Vilar aclara, de entrada, que al mirar nuestra trayectoria nos encontramos con dos tendencias manifiestas en la historia nacional. “En el territorio rioplatense, dos políticas  se enfrentaron –con ingente pérdida de vidas y recursos-: una centralista, elitista, monárquica, despótica y librecambista encabezada por Buenos Aires y otra federal, popular, republicana y proteccionista conducida por Artigas en la Banda Oriental y el Litoral”, dice en la página 14.
Más adelante señala que el artiguismo no fue una mera disidencia ni un movimiento de bandoleros, según la descalificación de la historia más difundida. “Fue una masiva expresión popular de campesinos, criollos pobres, mestizos, gauchos, indios y hasta de negros, conducidos por el Jefe de los Orientales, que lucharon por un país independiente, republicano, federal e igualitario (con su lema naide es más que naide)”.
Y admite el destino diverso de las dos tendencias: “La derrota del artiguismo, la dictadura rosista y la deserción de Urquiza en Pavón, sellaron el triunfo definitivo del oligárquico centralismo porteño que impuso definitivamente su hegemonía, organizó el Estado y escribió una historia legitimadora”.
En la página 46 podemos leer: “La historiografía porteña afirma que Buenos Aires ‘era la revolución’ y que los proyectos provincianos como el de Artigas eran ‘mera disidencia’. En realidad, la conducción porteña fue tan vacilante como arbitraria, incapaz de darle un rumbo definido a la revolución para fundar un Estado Nacional y de trabajar a favor de una Unión hispanoamericana como lo proponían Bolívar y San Martín. Así  habría justificado su hegemonía. Pero... la elite porteña se convirtió en una oligarquía egoísta (utilizo el término oligarquía en el sentido de ser un gobierno de pocos detentado en beneficio propio), sólo preocupada en asegurar su poder absoluto, en defensa de sus privilegios. Juan Bautista Alberdi, con gran lucidez, lo analizó con acierto y lo resumió en pocas palabras: ‘el coloniaje porteño sustituyendo al coloniaje español’. Su exacerbado centralismo provocó la disgregación del ex virreinato con la separación definitiva del Paraguay, el Alto Perú y de la Banda Oriental y la guerra civil”.
Otro punto neurálgico de la interpretación de Vilar: “Muchos historiadores acusan de localistas a los caudillos provincianos pero omiten reconocer que ninguno fue más localista que los gobernantes porteños quienes exigían a todos los pueblos se sometieran a su autoridad e intereses. Su incapacidad e impotencia los llevó a buscar desesperadamente la protección británica, o a coronar algún príncipe europeo, en secreto y contra el sentimiento de los pueblos”.
Para Vilar, el 25 de Mayo no marca el inicio de sucesivos gobiernos nacionales en Buenos Aires, como se recuerda en los viciados actos escolares, sino que es el comienzo de la construcción de un nuevo Estado “donde chocan dos tendencias o ideas político-sociales y económicas opuestas” (página 48).
Como la obra está dedicada a estudiantes, maestros y demás interesados en la historia, las definiciones podrán promover, sin dudas, un cambio diametral en la celebración de los días patrios.

Definición de los porteños

¿Dónde quedó el poder? “El poder quedó en manos de conservadores monárquicos e ineptos como lo fueron Saavedra, el deán Funes, Posadas, Chiclana, Vicente López, José V. Gómez, Martín Rodríguez, los cinco hermanos Balcarce (todos militares), Álvarez Thomas, Álvarez Jonte, Nicolás Rodríguez Peña, Ortiz de Ocampo, Quintana,  Viamonte o Miguel E. Soler, ubicuos como J. J. Paso,  traidores como Alvear, Pueyrredón o Rondeau, servidores de Inglaterra como Manuel José García o de Portugal como Nicolás Herrera, intrigantes como Sarratea, tenebrosos como Tagle; facciosos autoritarios como Monteagudo o Vieytes, reformistas delirantes como Rivadavia; comerciantes aprovechados como Larrea, calumniadores como Cavia o comerciantes-terratenientes racistas como Anchorena. En un segundo plano estaban siempre presentes como diputados de asambleas y congresos, integrantes del cabildo porteño, de comisiones o juntas de representantes, electores y jefes militares que constituían un verdadero elenco estable como Pedro Medrano, los hermanos Escalada, Matías y Miguel Irigoyen, Antonio Sáenz, Azcuénaga, Manuel Antonio de Castro, Eustoquio y José Miguel Díaz Vélez, Agustín Donado, Vicente Anastasio Echevarría,  Juan Pedro Aguirre y otros menos conocidos”.
Para certificar la catadura moral de los poderosos, Vilar recuerda al representante chileno en Buenos Aires, Miguel Zañartú , que en carta a O’Higgins decía de la Logia Lautaro de Buenos Aires: Este gremio se compone de sujetos muy miserables”.
El punto es central, porque la obra desnuda una situación que la historia más divulgada ocultó o tergiversó por décadas.
“La falta de principios, de valentía, idoneidad, patriotismo y honestidad de los máximos dirigentes porteños de la revolución es proverbial; su conducta se muestra agravada en los momentos difíciles en que se degradan a niveles inauditos”, se lee.
Es decir, si alguien cree que a los personajes conocidos de la historia hay que reverenciarlos, Vilar dice acá que lo que vale es la verdad, lo demás es cuento.
“El caso de Alvear es patético. Si como gobernante reconoce que este país ‘no está en edad ni en estado de gobernarse por sí mismo [y que] estas provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña…’, una vez derrocado escribió el 23 de agosto de 1815 al embajador español en Río de Janeiro Andrés Villalba para justificar su conducta ante el Rey, pedirle perdón, afirmando que la culpa de las desavenencias la tenían los gobernantes de Cádiz y sus enemigos internos, autores de ‘esta malvada revolución, [mientras que él trabajó para] volver estos Países a la dominación de un Soberano que solamente pueda hacerlos felices [y finaliza] considerándome como un vasallo que sinceramente reclama la gracia de un Soberano y está dispuesto a merecerla, se sirva recomendarme a S.M.”.

El mal mayor y el menor

Cada página guarda un dato, una explicación, echa luz sobre acontecimientos que la historia más divulgada ninguneó.
No faltarán polémicas, claro. Aquí se muestra la nula autoridad de Buenos Aires, después de sus estragos, pero no se oculta la responsabilidad de gobernantes regionales como el caso de Francisco Ramírez, en las derrotas de la revolución independentista.
Veamos por ejemplo este párrafo: “Ramírez, de estrechas miras, escuchó los cantos de sirena de los intrigantes porteños, que estimularon su ambición de reemplazar al viejo caudillo oriental (Artigas), tan intransigente y siempre derrotado. No fue difícil seducirlo en su momento de gloria. El se había rodeado de hábiles maniobreros, como lo eran Sarratea y Alvear, irreconciliables enemigos de Artigas y de José M. Carrera, que sólo estaba interesado en encontrar la forma de retornar a Chile para vengar a sus hermanos y derrocar a la oligarquía chilena, encabezada por O’Higgins… La soberbia y escasa lucidez política de Ramírez le impidieron ver que la oligarquía lo utilizaba como instrumento para terminar con ‘el mal mayor’; ya encontraría el medio para hacerlo con ‘el mal menor’, que era él mismo”.


D.T.F

Diario UNO

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