domingo, 13 de julio de 2014

Amor por las armas en Suiza

Amor por las armas en Suiza

En un país con altísimos índices de posesión per cápita, la leyenda de Guillermo Tell motiva a miles de familias a pasar los días de campo a los tiros
Por   | Para LA NACION
 
Marcel y Andrea Buergue en su casa de Leutisburg, Suiza. Ambos integran el equipo olímpico de tiro de su país. Foto: Eduardo Soteras
El pueblito de Liebistorf es como cualquier otro pueblito suizo: limpio, ordenado, pacífico. Aquí, los bosques son frondosos; el agua, cristalina; la calidad de vida, elevada. Son pocas las casas y muchas las flores, y la única parada de transporte público pasa, con una puntualidad escalofriante, un autobús amarillo en el momento anunciado en la tablilla horaria.
Hoy es sábado y Rita, una maestra de escuela retirada, se prepara para pasar un día en familia. La acompañan su marido Charly, empleado de una planta nuclear cercana, y sus hijos, Anja y Jonas, de 16 y 19 años, respectivamente. Cargan el coche con bolsos deportivos y, luego de unos pocos kilómetros entre praderas verdes, llegan a una casa de madera en medio de un sembradío con autos estacionados, bicicletas y perros, y un grupo de jóvenes y viejos charlando a la sombra de un árbol. Todos tienen las mismas chaquetas y no caben dudas de que pertenecen al mismo club que Rita y su familia.
Por dentro, el lugar se asemeja a la casa de una familia numerosa, con las paredes empapeladas de fotos, recortes de periódicos y diplomas deportivos en los que se repiten los apellidos y las caras de varias generaciones. En la cocina, sometida a la misma estética, un grupo de jóvenes conversa acerca de la salida de anoche, mientras dos mujeres cortan tomates y lechugas.
Luego de los saludos, como respondiendo a un horario preestablecido, todos vuelven a sus coches y regresan cargando, con la misma gracia de una ceremonia ensayada muchas veces, las herramientas fundamentales con las que construir este día en familia: fusiles militares de asalto FAS 90, el arma reglamentaria del ejército suizo.
Seguido por un despliegue de cartuchos y una charla distendida, en minutos todos están listos para dar comienzo a una sinfonía cacofónica de disparos que se oirá casi todo el día en este y en muchos, muchísimos, lugares del país donde miles de familias como la de Rita se reúnen para vivir una de las pasiones populares suizas: el tiro.
Con más de 3000 polígonos en todo el país (casi a razón de uno por pueblo), en la pacífica y neutral Suiza es más común encontrar un lugar donde disparar con un fusil militar a 300 metros que donde jugar al fútbol.
Los suizos, desde hace mucho, están bien armados. Desde que se sentaron las bases de la Antigua Confederación Helvética, en 1291, este pueblo decidió estar armado como manera de preservar su independencia. Tras unas decisivas batallas en las que campesinos suizos derrotaban a ejércitos extranjeros de soldados profesionales que los triplicaban en número, los suizos se ganaron la fama de soldados bravos y temibles, fama que sirvió para que muchos pudieran escapar del hambre de esta geografía accidentada y de estas tierras yermas empleándose como mercenarios, una de las profesiones suizas por excelencia en la antigüedad.
 
Jóvenes integrantes de la milicia, comprando alimentos. Foto: LA NACION / Eduardo Soteras
En el siglo XIX, cuando se sientan las bases de Suiza como Estado moderno, se define la conocida neutralidad como política exterior, al tiempo que son la política liberal de armas, la práctica del tiro y la milicia las que constituyen la columna vertebral del sistema de defensa.
Como explicación de estas políticas, es en esta época cuando renace un antiguo mito: el de un campesino diestro en el uso de la ballesta que, negándose a reverenciar al señor feudal ocupante, es condenado a disparar desde una distancia de 80 pasos a una manzana colocada en la cabeza de su hijo. El campesino, llamado Guillermo Tell, no sólo sale victorioso de la hazaña, sino que además termina generando una rebelión popular que se propaga por los tres cantones que en ese entonces conformaban Suiza.
Guillermo Tell se convirtió en la imagen oficial de Suiza y su espíritu se hizo presente no sólo en las monedas de 5 francos, en las imágenes oficiales y, su ballesta, en los sellos de calidad que distinguían a los productos suizos. Más importante aún, Tell fue revivido a disparos en una gran población local que, en torno de los clubes de tiro, se sintieron sus herederos. De la mano de este mito, en la Suiza de la democracia directa el gobierno está en manos del pueblo, y en esas manos hay armas, y siempre las hubo.
Las consecuencias de esas políticas perduran y son palpables. Con la neutralidad como política surgió la prohibición para cualquier ciudadano suizo de emplearse en ejércitos extranjeros. Hoy lo que sobrevive de ese pasado mercenario es la pintoresca Guardia Suiza Pontificia, que adorna las entradas del Vaticano.
El establecimiento de la milicia, es decir, el ejército conformado por ciudadanos de a pie, fue lo que llevó a Suiza a contar con uno de los ejércitos más grandes de Europa luego de la Segunda Guerra Mundial, que dio origen a la famosa frase de que Suiza no tiene un ejército: es un ejército. Si bien hoy para muchos es una sombra de lo que llegó a ser (de 645.000 efectivos a fines de la Guerra Fría a menos de 200.000 en el presente), sigue vigente la obligación de enlistarse para cualquier hombre mayor de 19 años y apto físicamente a recibir un entrenamiento militar básico de 18 semanas. Finalizado este entrenamiento, permanecerá en reserva y deberá seguir asistiendo una vez al año a maniobras durante tres semanas, hasta que cumpla los 30 años. Además, deberá realizar una vez al año prácticas obligatorias de tiro en alguno de los polígonos cercanos a su domicilio, una muy buena manera de colaborar con el mantenimiento de esos polígonos y un ejemplo más del vínculo conyugal que mantienen el ejército y el mundo del tiro.
Del gran impulso que recibió la práctica del tiro sobrevive aún una pasión popular que en algún momento llegó a superar a la de cualquier otro deporte en el país. Un buen ejemplo de ello se vive en Aarau, donde toda una ciudad efímera se ha erigido en medio de campos de girasoles para albergar uno de los eventos más importantes de esta gran familia de herederos de Guillermo Tell: el Festival Federal de Tiro, que se realiza cada 5 años desde hace casi dos siglos y donde unos 45.000 tiradores durante 30 días disparan unos 4,5 millones de balas.

EXTRAÑA MÚSICA

 
El doctor Pio Fontana y sus hijos. Foto: LA NACION / Eduardo Soteras
Refugiado del estruendo del lugar en la sala de prensa, William, un veterano tirador y ex entrenador del equipo olímpico, exclama emocionado desde detrás de su bigotito: "¿Sientes ese ruido? ¡Es hermoso! ¡Es la música de la libertad! El día en que no se escuche más ese sonido en las praderas y montañas suizas será para preocuparse. En el mundo puedes encontrar muy buenos tiradores, que incluso nos ganan en los campeonatos, pero ninguno vive el tiro con la misma pasión y amor que un suizo".
Aquí, en esta ciudad de pasión y pólvora, una danza de personas con fusiles al hombro entra y sale del predio llevando en alto banderas cuidadosamente bordadas con las insignias de sus clubes. Cada bandera es una reliquia que cuidan con la vida misma: muchas de ellas tienen más de un siglo, tanto como el club al que representan. Cada club es un abanico generacional donde son cada vez más las mujeres y donde se puede distinguir cada generación por el fusil con que dispara: los abuelos, con las carabinas 1911 y 31; los padres, con el FAS 57, y los hijos, con el FAS 90.
Luego de la ronda de disparos en el festival, los tiradores permanecen en la zona de bares, donde se vive la verdadera dimensión de este fenómeno. Allí, miles de personas se esparcen a socializar a fuerza de cerveza y de frankfurts, y al reparo de algunas de las sombrillas que la fábrica de armamento del Estado suizo esponsoriza el evento.
La paradoja queda a la vista entre los miles de tiradores y sus fusiles esparcidos en el césped, de manera casual y despreocupada, los cientos de miles de litro de cerveza, y la camaradería y la paz reinante en la que sólo se grita para romper la música de la libertad que emanan las 120 líneas de tiro cercanas. Curioso pensar cómo sería si esto se tratase de fútbol.
Las excusas para reunirse a disparar y socializar colman la agenda del tiro de marzo a noviembre: festivales cantonales, nacionales, locales, fiestas patrias o alguna batalla que conmemorar. Desde hace siglos, cada evento convoca a tiradores de las cuatro regiones del país que si bien no comparten un idioma en común, sí una misma afición. En el pasado, cada uno de estos eventos, incluso cada club, era repartido entre los partidos políticos existentes; hoy, en cambio, sólo se hacen presentes los políticos de la derecha, que a través de discursos y sonrisas desde los palcos oficiales se arrogan la defensa de la tradición del tiro y de las armas.
Esta cultura está latente en todo el país, aunque a veces pase casi inadvertida. Permanece en muchas casas: los miembros de la milicia están obligados a mantener el arma reglamentaria en sus hogares, lo que colabora a que este país tenga uno de los índices de armas en posesión civil per cápita más altos del mundo, con 46 armas cada 100 habitantes. Se hace presente en las plazas públicas, donde hay una cartelera especialmente dispuesta para anunciar los días de las prácticas obligatorias de tiro, o bien acecha en los nombres de las calles: Calle de las Armas, Calle de la Defensa, Calle del Arcabuz, Calle del Prado del Tiro, Calle del Polígono de Tiro o Calle del Tiro, a secas.
Algo similar ocurre en Ginebra. Allí, en una de las esquina de la Rue du Stand, muy cerca de la Rue de l'Arquebuse, hay un edificio viejo y elegante. En general pasa inadvertido, a pesar de que en su puerta flamea una bandera inmensa, azul y amarilla, con un timón, un rifle y un lema en latín: Por Dios y por la patria. Fugazmente entra alguna persona trajeada y con sombrero por sus grandes puertas de vitraux.
El interior del edificio es elegante, sobrio, aristocrático. En un inmenso salón cuyas paredes están cubiertas con retratos al óleo de personajes armados y gallardos, cientos de personas se reúnen en lo que es la asamblea general de la Fundación de Ejercicios del Arquebuz y de la Navegación, una de las organizaciones relacionadas con el tiro más antiguas de Suiza. "Lo que ves aquí -nos dice R. (que prefiere no ser identificado)- es el espíritu protestante suizo personificado: riguroso, discreto, conservador."
Una pantalla en el escenario del salón proyecta el orden del día: presentación del balance de la asociación, elección de nuevas autoridades. R. sigue hablando: "Nos une el interés por el tiro, al tiempo que compartimos un conjunto de valores patrióticos, y por patria me refiero, por supuesto, a Ginebra. Ésos son los principales requisitos para pertenecer, sumado a que tienes que ser presentado por otros dos miembros".
La pantalla ahora comienza a detallar los resultados del último ejercicio, todos de varios millones de francos, con lo que es inevitable hacer preguntas. "Pagamos poco al año, a veces nada -comenta R-. Somos una organización muy antigua, previa a la fundación de la Suiza actual, cuando Ginebra era un pueblito. No sé si has notado el nombre de las calles en esta zona de la ciudad: toda esta calle es nuestra."
Hoy el polígono de Versoix, cerca de Ginebra, está cerrado a los tiradores comunes. En cambio, llegan una treintena de jóvenes de entre 16 y 19 años montados en motonetas y bicicletas, y con fusiles colgados al hombro. Coordinados por otros adolescentes ligeramente mayores que ellos, se colocan en hilera sosteniendo sus fusiles para la inspección de rutina.
Este despliegue de hormonas, fusiles y ropas de colores y a la moda es conocido como Jóvenes Tiradores, uno de los mayores esfuerzos por mantener viva la tradición del tiro que se repite en casi todo el país. Coordinados por cada polígono y con el apoyo de la Federación Suiza de Tiro y del Ejército, los jóvenes llegan invitados por una carta del Ministerio de Defensa (que es también el de Deportes) cuando cumplen los 16 años.
Aquí, los jóvenes aprenderán no sólo a manipular el fusil reglamentario del ejército suizo y a disparar a 300 metros, sino que también encontrarán un lugar donde socializar durante los cuatro meses del curso, a razón de un encuentro semanal. Ellos reciben un fusil FAS 90 que usarán durante el entrenamiento y también las balas que usarán en cada sesión, todo solventado con dinero público.
 
Recuento de puntos durante la competencia de pistola a 50m en el festival de Morgarten. Foto: LA NACION / Eduardo Soteras
Pero algo comienza a cambiar en Suiza. Y parte de ese cambio comenzó un 27 de setiembre de 2001, cuando Friederich Liebacher entró en el Parlamento del cantón de Zug fuertemente armado, asesinó a 14 personas e hirió a 18. A esto se sumaron otros asesinatos de gran repercusión mediática, cometidos con el arma reglamentaria, que es la misma que se usa además en un alto porcentaje de los suicidios del país.
El intento de cambio viene de la mano de organizaciones políticas y sociales que se han unido y han juntado las 100.000 firmas necesarias para presentar una iniciativa popular. Son 76 organizaciones y su propuesta Contra la violencia de las armas y tiene como objetivo cambiar la política de armas del país, por lo que se votará el próximo 13 de febrero.
Con recursos exiguos en comparación con los del mundo del tiro y su gran lobby, esta iniciativa plantea puntos que han creado gran revuelo entre los tiradores, como cambiar la política de compra de armas -única en Europa y una de las más liberales del mundo, siendo sólo el dinero y el espacio el límite a la cantidad de armas que puede comprar una persona- mediante la exigencia de demostrar la necesidad de adquirirlas y prohibiendo la compra de armas peligrosas, y la creación de un registro nacional de armas. Existen sólo registros cantonales, desde hace poco: hasta diciembre de 2008, en Suiza no existía ningún tipo de registro sobre las armas en circulación.
Pocos coinciden en una estimación del resultado, pero sí muchos admiten el cambio que se viene produciendo en la sociedad: una iniciativa de este tipo nunca hubiese llegado a ser presentada hace unos 20 años.
Para Tobia Schnebli, activista del Grupo por una Suiza sin Ejército (GSSA, por sus siglas en francés), una de organizaciones propulsoras de la iniciativa, esta propuesta apunta a reducir la violencia doméstica y el número de suicidios mediante la reducción de las posibilidades de recurrir a armas de fuego, pero no pretende atacar la libertad de quienes practican el tiro.
Pero la gran mayoría de los tiradores suizos ven esta propuesta como una amenaza, ya que entienden que las armas no son sólo un elemento de defensa o de deporte, sino también constituyen un contrato social que tienen con el Estado, un derecho de hombres libres, algo que los conecta con esa larga tradición de la Suiza de Guillermo Tell. Para ellos, esta nueva iniciativa es una declaración de guerra para la que se vienen preparando hace tiempo y para la cual, sin lugar a dudas, están bien armados.

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