miércoles, 8 de agosto de 2012


MEDIOS Y COMUNICACION

Las imágenes a la escuela

A partir de la reciente encuesta sobre consumos culturales de los jóvenes y una iniciativa del Ministerio de Educación sobre nuevas tecnologías de comunicación y educación, Luciano Sanguinetti reflexiona sobre los conflictos entre las imágenes y la escuela.

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Por Luciano Sanguinetti *

La reciente encuesta sobre consumos culturales de los jóvenes en la que se prueba que más del 60 por ciento tiene una computadora en su casa, que un 80 por ciento integra una red social, y que mientras estudian miran televisión o chatean, le da más fundamentos al Postítulo en Educación y TIC que lanzó el Ministerio de Educación de la Nación para los docentes secundarios de todo el país y que ya cuenta con 10.000 inscriptos.

Así entrarán las imágenes a la escuela, a pesar de que hace mucho tiempo la escuela se había peleado con ellas. Depositarias de todos los males, fueran del cine o de la televisión, las imágenes se volvieron objeto de sus escarnios. Distractivas, sensuales, ambiguas, superficiales, las pusimos del otro lado del portón de la escuela, con el resto de las mistificaciones de la incultura: las supersticiones, los consejos de la abuela. Se inició así el proceso de escisión entre escritura e imagen. Todo empezó en el siglo XV, cuando la imprenta nos hizo olvidar que las primeras palabras fueron también imágenes como los pictogramas antiguos. Con la masificación de la escritura, el ciclo de la oralidad primaria se cierra. La imprenta modifica nuestra relación con el espacio y el tiempo y libera nuestra cabeza de la obligación de la memoria. El pensamiento abstracto se desarrolla vertiginosamente y las palabras pierden magia.

Sin embargo, esto no significa que la escuela no tuviera imágenes. Como lo recuerda la especialista argentina Inés Dussel, la escuela estuvo desde su nacimiento poblada de imágenes. Quizá no eran las del cine o la televisión, pero imágenes al fin que colgaban de los muros con escenas históricas de un arquetípico San Martín cruzando Los Andes, láminas sobre el funcionamiento del sistema nervioso o alguna réplica ósea en un escaparate. Como lo atestigua Daniel Feldman, la pedagogía intuicionista fue la primera estrategia para el uso de las imágenes como fuente de la enseñanza. Johann Heinrich Pestalozzi, el famoso pedagogo suizo, fundador de la escuela moderna allá por el siglo XIX, decía que se aprendía a través de las cosas o sus sustitutos, las imágenes, y que con esa intuición perceptiva se ingresaba en el conocimiento. Mapamundis, globos terráqueos, láminas sobre la germinación del poroto y hasta el viejo pizarrón negro sirvieron de soportes irreemplazables para aprender lecciones de anatomía, geografía y borronear los primeros palotes. A aquella pedagogía intuicionista le siguió, en los años sesenta, el constructivismo, que se difundió con la desaparición del normalismo y el desarrollo de los profesorados de formación docente. Daniel Feldman observa que cuando enseñábamos cosas y hechos, las imágenes eran útiles para representarlos; cuando esto cambió por procesos y estructuras, la cuestión se volvió más compleja.

De algún modo lo que siempre estuvo en juego fue el control de esas imágenes. Porque en realidad lo que el cine y la televisión hicieron fue agregar su grano de arena al desarrollo autónomo de las imágenes que se desprendieron de las bóvedas eclesiales, liberadas por el grabado y xilografía en el siglo XVI, a la que se sumó el daguerrotipo en el siglo XIX. En el XX el cine le agregó movimiento. Porque es cierto que una imagen puede ser más elocuente que mil palabras, ¿pero qué es lo que dice? Alguien ha señalado que es el poder el que traduce. De ahí los epígrafes en las fotos periodísticas o los zócalos cada vez más informativos en los noticieros de televisión.

Pero a la relación entre imagen y conocimiento tampoco se la puede considerar exclusivamente moderna. Imaginemos que pudiéramos preguntarles a los autores de las pinturas rupestres en las cuevas de Altamira, hace 25 mil años, por qué lo hacen. Para dominarlos, dirían. Ahora bien, el conjuro mágico que inspiró aquellas obras, ¿dista mucho de la alquimia del físico que busca con nombres determinar lo que son las cosas, habrá mucha diferencia entre aquellos supuestos ignorantes cavernícolas que intentaron aprehender las cosas mediante formas y colores y la necesidad de Durkheim de considerar los hechos sociales como cosas?

En el siglo XX la relación de la escuela con las imágenes no estuvo exenta de conflictos. En principio, tres. El de la pérdida de la distancia crítica. El de la cultura popular como indisciplina. El de la dificultad para transmitir problemas abstractos o complejos.

La primera dificultad la advirtió Walter Benjamin, perspicaz frente al cine. Las cosas en el cine se acercan a nosotros como la locomotora en la primera película de los hermanos Lumière. En aquella sala oscura era difícil mantener la distancia. ¿Para qué? La palabra impresa puede separar el poder del hablante de su discurso, las imágenes no, dice el sociólogo chileno José Joaquín Brunner. Las imágenes buscan la identificación del espectador, el espectáculo, buscan los sentidos y no el intelecto. ¿Pero aprendemos sólo con la cabeza?

En relación con la cuestión de lo popular, es cierto que la escuela rivalizó desde el principio. Pero además, hay que sumar el hecho de que las imágenes desde la antigüedad eran el libro de los pobres. A la cultura popular (escatológica, paródica, táctica) nunca le fue bien en la escuela. Rabelais, o mejor dicho, Bajtin, lo dijo. La cultura popular es la negación de la cultura alta y subir hacia esa cumbre fue por muchos años el destino de la escuela. ¿Se hace todavía necesario ese derrotero?

Lo complejo es un tema aparte. Hay formas de ver y formas de mostrar. Lo sabemos desde que la perspectiva renacentista modificó la forma de representar lo real. Pero también lo hizo el cubismo que anticipó en la primera década del siglo XX la multiplicidad de perspectivas del siglo XXI. La idea de que lo complejo y abstracto no es narrable es vieja, y se desmiente a medida que el mundo representacional crece con la democratización de las tecnologías de reproducción audiovisual. La serie Lost lo probó con creces.

* Docente e investigador. Ex decano de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.

MEDIOS Y COMUNICACION

Invisibles

Washington Uranga se refiere a los “invisibles” a quienes todavía no les llega el derecho a la comunicación.

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Por Washington Uranga

El derecho a la comunicación puede definirse como una potestad de los ciudadanos para expresarse en igualdad de oportunidades y en equidad de condiciones. Incluye también la posibilidad de acceder a la información que permita a los actores forjar su propia opinión y tomar decisiones autónomas. Para que sea efectivo tiene que apoyarse en condiciones materiales que lo garanticen. ¿Se puede proclamar y poner en práctica efectiva el derecho a la comunicación mientras continúen existiendo “invisibles” para el sistema de comunicación?

El ejercicio del derecho a la comunicación está íntimamente ligado a la vigencia del conjunto de derechos. Tiene mejores condiciones de hacerse efectivo cuando rigen los derechos sociales, políticos, económicos y culturales de las personas. De manera complementaria, este derecho comunicacional es habilitante de otros derechos: genera condiciones para que la totalidad de los derechos humanos puedan ser, primero, conocidos, luego, reivindicados, reclamados y exigidos por parte de quienes consideran que no pueden gozar en plenitud de ellos.

En la Argentina hemos crecido en conciencia y hemos avanzado hacia una cada día mayor vigencia de los derechos fundamentales de las personas. También en materia del derecho a la comunicación. Y esto más allá de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que es, sin duda, un instrumento sumamente valioso en este sentido. Las condiciones generales del país, las económicas, las políticas y las sociales han permitido prosperar en tal sentido.

Sin embargo, entre nosotros siguen existiendo “invisibles”. Son personas invisibilizadas como consecuencia de la asociación de factores políticos, económicos, judiciales, culturales y, por cierto, mediáticos. Y en la era de la comunicación, la invisibilidad es una forma de exclusión. Porque reduce las posibilidades de participación, porque aleja del acceso a eventuales soluciones a sus problemas y, sobre todo, porque las voces de estos “invisibles” no llegan de forma directa a los otros ciudadanos, porque sus argumentos y puntos de vista no pueden ser oídos por el resto de la ciudadanía para ser ponderados y considerados.

Aunque parezca contradictorio, son invisibles también muchos que ocupan las tapas de los medios gráficos y las aperturas de los noticieros radiales y televisivos. Son invisibles las víctimas de la trata de personas o de la violencia contra la mujer, o los pobres de distintas condiciones. Lo son porque son presentados como parte de una situación y un fenómeno social, pero rara vez se indaga en las circunstancias que generan tales situaciones. Tampoco se conocen sus voces, salvo para generar periodismo amarillo.

Son invisibles en muchos casos los niños cuando sus derechos son violados. También las comunidades originarias de la Argentina, porque poco y nada se conoce de sus condiciones de vida y acerca de su situación de extrema marginalidad. Y por más que los derechos indígenas sean proclamados hasta constitucionalmente, esos pueblos son hoy excluidos incluso de la consulta sobre temas que les atañen. Esto a pesar de que existen normas legales muy precisas que obligarían a escuchar sus voces.

Podemos decir que en la Argentina hemos avanzado mucho en materia de derechos. También de derecho a la comunicación. Pero los invisibles aún existen y esto implica una restricción importante en términos de justicia. Hay considerable tarea por delante.


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