miércoles, 19 de septiembre de 2012


MEDIOS Y COMUNICACION

De según como se mire

Marcelo García y Luis López plantean un análisis sobre el uso de la cadena nacional como recurso comunicativo por parte de la Presidenta y como estrategia de comunicación política al margen del debate sobre el uso y el presunto abuso.

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Por Marcelo J. García y Luis López *

La cadena nacional es, ante todo, un género televisivo. Adentrarse en las formas permite ampliar la discusión sobre los cómo, más allá de la exégesis de la indignación o de la condescendencia. Como en cualquier otro género, los rasgos retóricos, temáticos y enunciativos conforman un continuo eslabonado (cadena) que puede romperse o respetarse. En este caso, esa distancia puede medirse en miradas. De según cómo se mire.

Desde que asumió como presidenta en diciembre de 2007, Cristina Fernández de Kirchner miró sólo una vez a cámara en cadena nacional. Dos veces más si se cuentan sus primeras intervenciones en el canal de Casa Rosada en YouTube. El 10 de noviembre de 2010, cinco días después de la muerte de Néstor Kirchner, las miradas de Presidenta y televidentes confluyeron. “No es este un momento para usar la cadena nacional para terapia emocional”, dijo esa noche. Eran las 20.30, pleno prime-time.

Más allá de las circunstancias personales y políticas, aquél fue un momento televisivo por excelencia. La Presidenta no había hablado desde la muerte de su esposo. El país y el mundo la habían visto llorar. Sus ojos se posaron, intermitentes, sobre las pantallas de todos los hogares del país. La mirada entró en las casas e interpeló a cada argentino que miraba atento y expectante.

Pero eso nunca más volvió a ocurrir.

Las cadenas nacionales que siguieron, menos durante el año electoral 2011 y más durante el 2012, no volvieron a adoptar ese formato televisivo elemental: líder que mira a la cámara, cámara que representa la mirada de la sociedad. El uso de la cadena nacional se transformó ya no en un instrumento de comunicación directa con el pueblo, sino en la transmisión de actos institucionales donde la Presidenta habla a los presentes pero no a los ciudadanos ausentes. El artefacto cadena, así concebido, no toma a la sociedad televidente como interlocutora y receptora de la mirada presidencial. La mirada de la Presidenta no transgrede el límite de la cuarta pared, un espacio infranqueable para el relato ficcional pero no para un género político como la cadena.

Quienes saben de televisión subrayan que la intimidad del eje de la mirada es más importante que el contenido racional de los mensajes. La Presidenta, nadie puede dudar, es una oradora brillante. El parlamento y la tribuna fueron su escuela. Pero no sólo de inventio y elocutio vive un estadista, las gramáticas audiovisuales de un género como la cadena invitan a desplegar un abanico lo más amplio posible.

El formato no es el mensaje, pero que los hay, los hay. Con todo lo reformista y cuasi revolucionario de la política de comunicación del gobierno de Cristina Fernández (la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual a la vanguardia), su comunicación política ha encontrado algunos límites en la concentración de los principales mensajes en la palabra pública de la Presidenta. El discurso del Día de la Industria que generó tímidos caceroleos y gritos por Twitter sea quizás un ejemplo de ese límite. Y no se trata de llorar por un prime-time derramado, sino de discutir si el evento superaba la prueba televisiva en un momento de la jornada audiovisual en el que el formato es todo –y un poco más–. Es allí donde un traspié en la comunicación política puede potencialmente convertirse en un problema político.

Si la lógica televisiva absorbe todo lo que toca y la cadena es un género televisivo, adecuar el evento al formato tiene mucho más que ver con aproximarse a una asertividad funcional al soporte que a traicionar el estilo de quien comunica. Desde que la imagen es cinemática, la mirada a cámara construye un otro: ojos que simulan mirar ojos para generar una pertenencia inclusiva. Bien lo saben los presentadores de noticias televisivas: la mirada crea una escucha dispuesta.

En el cine, ya hace tiempo, la Nouvelle Vague nos reeducó vía Truffaut: Antoine Doinel desanda el camino que lo llevó hasta el mar para cerrar el film mirándonos fijamente. El estaba ahí para nosotros y nosotros para él. Entre los otros recíprocos, una cámara mediando y la interpelación de la mirada como confirmación dialógica. Al menos desde las formas, instituir un diálogo de miradas que derribe cuartas paredes para romper las cadenas es la clave en el camino hacia una comunicación no mediada entre líder y liderad@s. En parte depende de mirar. De según cómo se mire a cámara, depende.

* Coordinadores del Departamento de Comunicación y Cultura de SIDbaires (www.sidbaires.org.ar).@mjotagarcia y @secoyenfermo.

MEDIOS Y COMUNICACION

Género y estereotipos

Iván Orbuch desmenuza una de las novelas de mayor audiencia en la televisión argentina para dejar en evidencia los estereotipos tradicionales que allí se presentan.

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Por Iván Pablo Orbuch *

De lunes a viernes, cerca de la medianoche, millones de personas sintonizan Telefe para mirar una novela cuyo libreto no tiene muchas aspiraciones ni grandes secretos, dado que la temática principal fue expuesta en el primer programa y, luego de meses, no presenta variaciones. Por qué es tan vista sería la pregunta. No obstante, una mirada más aguzada nos revela que el programa Dulce Amor deja mucha tela para cortar en lo concerniente a la caracterización que hace de la familia y de cada uno de los miembros que la integran. En efecto, varios estereotipos salen a la luz tras un detallado análisis. Las familias provenientes de los sectores populares no dialogan, gritan; las madres de los trabajadores cocinan, planchan y lavan todo el día; las de los sectores más acomodados tienen un don para el mando; mientras que las hijas tienen inclinaciones artísticas y su rebeldía es vista como una “desviación” de lo esperado y esperable acerca de su conducta.

Estos estereotipos gozan de buena salud en amplias franjas de la sociedad. El muchacho posesivo que encarna Sebastián Estevanez es uno de ellos, tal vez el más extendido. Pero no es el único. Nos parece relevante señalar algunas características tanto de hombres como de mujeres en la novela, a los fines de develar la impronta que los lenguajes poseen en la formación de las filiaciones sociales con un minucioso detenimiento en la construcción mediática de las identidades de género. El programa nos demuestra que las diferencias entre hombres y mujeres, en cuanto a lo que la sociedad espera de cada uno, son una construcción histórico-social. Las actitudes y comportamientos que diferencian lo masculino y lo femenino son incorporados por cada chico en el proceso de socialización. En esa construcción de la diferencia la escuela cumplió, y lo sigue haciendo, un rol decisivo. Basta rememorar el dictado de la materia Economía doméstica a principios del siglo XX, con la que se iba forjando a las futuras amas de casa.

Georgina Barbarossa encarna a la perfección el prototipo de esa ama de casa que la escuela fue construyendo. Madre abnegada y sobreprotectora, suele, también, como se hacía a principios del siglo XX, dar refugio en su hogar a personajes caídos en desgracia, que no guardan lazos de parentesco con su familia. Uno de ellos es el interpretado por Esteban Prol, quien es un jugador compulsivo, lo que parece confirmar que las mujeres siguen siendo las responsables del cuidado de las personas que no pueden valerse por sí mismas, sean chicos, discapacitados o adultos mayores dependientes. El trabajo de cuidado, que consiste en proporcionar bienestar físico y emocional a las personas, conlleva una gran importancia social y política, así como es pocas veces reconocido su valor económico.

Pese a los numerosos cambios operados en más de un siglo de existencia del Estado nacional, algunas cosas parecen no variar mucho en esta ficción. La persistencia de la figura del pater familias, encarnado por Cacho Castaña, que aparece esporádicamente congregando las ilusiones de las mujeres de la familia, pone de manifiesto también el peso que todavía conserva en el imaginario popular el concepto de capiti diminutio, que establecía la incapacidad de hecho de la mujer casada. Esto significó una clara distinción entre la posesión del derecho y su ejercicio: la mujer, al igual que el niño, era incapaz de ejercerlo. De allí a la sujeción a la autoridad del marido, al padre, al hermano o a los hijos, siendo objeto de protección y corrección doméstica en el ámbito familiar, existe sólo un paso, cuestión que se ve reflejada en la particular relación entablada entre madre e hijo, es decir entre Barbarossa y Estevanez. En esa dirección, las diferencias hacia el interior de la familia pueden ser pensadas en términos de relaciones de poder.

Para concluir, podemos afirmar que toda identidad es sexuada y que, de algún modo, la organización de esta distinción constituye el epicentro de la sociedad. La diferencia entre hombre y mujer es un hecho siempre presente que determina la experiencia, influye en la conducta y estructura las expectativas a futuro. La identidad sexual se organiza dentro de un vasto entramado de relaciones sociales, que se producen no sólo en instituciones como la familia, sino en todos los niveles de la sociedad. “Masculinidad” y “feminidad” son los productos concretos de un tiempo y de un espacio histórico determinado. En ese sentido, podemos decir que el programa Dulce Amor construye y reproduce masculinidades y feminidades tradicionales en pleno siglo XXI.

* Docente de Historia (UBA, Unsam, Flacso).

 

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