viernes, 19 de julio de 2013

Fernando Ortiz Echagüe

Un periodista, un diario, un país

Opinión
Hay ocasiones en que el apotegma de que "nada es más viejo que el diario de ayer" resulta pavorosamente cierto y, además, de una tristeza que consterna.
Las noticias que pudieron bullir en los comentarios de la sociedad a lo largo de días, semanas, meses, e incluso, de años, suelen difuminarse después, testadas por el tiempo, hasta casi no quedar rastros de ellas. Otro tanto acaece con la memoria de periodistas que hicieron de sus críticas y reportajes en publicaciones cotidianas, o de más morosa frecuencia, acontecimientos de tal o cual época. El hallazgo casual, o la búsqueda afanosa, impulsada por alguna referencia feliz, en las páginas amarillentas de periódicos y revistas, pueden rescatar para la memoria colectiva tesoros ahí labrados, que ha de valorar el intelecto y lo agradecerá en homenaje a quienes fueron los artífices así desenterrados.
Nada encaja mejor, respecto de tan penosos olvidos, que el nombre de Fernando Ortiz Echagüe. Este periodista nacido en España, en 1893, fue el más grande, el más versátil, el que accedió con impecable naturalidad a las más reservadas fuentes informativas de la Europa de las dos grandes guerras. Se lució como ninguno en la pléyade de corresponsales en el exterior de los diarios argentinos del siglo XX, entre los que hubo casos de estatura inmensa, como el de Constantino del Esla, enviado a Madrid por LA NACION, durante la contienda civil de los mil días. Y, sin embargo, qué decepción, qué imperdonable incuria generalizada, porque de otra manera no se explicaría la respuesta que recibí días atrás al confiarle a un historiador de indiscutida relevancia que estaba revisando artículos de Ortiz Echagüe. Aquél contestó, con curiosidad: "Háblame de él, que no sé nada".
Temía una perplejidad como ésa, a pesar de que los cablegramas de este periodista habían resonado en más de una generación de argentinos. La obra de Ortiz Echagüe se encuentra diseminada, con invariable calidad y sustancia, en miles de páginas de LA NACION, pero no de una manera anónima. Figura, con su firma, precediendo la data de las capitales eminentes del Viejo Mundo desde las que despachó, entre 1918 y 1941, telegramas que concernían a la guerra, a la paz y a los entretelones bélicos que alistarían una vez más para el combate a esa Europa suicida cuyas guerras él mismo volvería a cubrir con sus notas, desde 1939, por segunda vez.
Era ésa la Europa enloquecida por el delirio de Hitler y Mussolini, la Europa entrampada en la defección de reyes, burgueses y proletarios y la Europa sujeta a debilidades humanas que tanto impresionaron al corresponsal del diario cuando en agosto de 1940, en Riom, el régimen de Philippe Pétain constituyó una Corte Suprema especial para juzgar a los supuestos responsables, civiles y militares, de la precipitada caída de Francia y del gobierno, entre liberal y socialista, del primer ministro Paul Reynaud: "El pueblo -escribió Ortiz Echagüe- quiere arrojar por la roca Tarpeya a los hombres que aclamaba en el Capitolio. Los pueblos son así: quieren vengar cada desastre buscando víctimas expiatorias para persuadirse a sí mismos de que ellos están libres de culpa".
Francia se negaba en ese momento a perder más sangre y prefería rodear antes al mariscal Pétain, héroe de la Primera Guerra, que al general de la resistencia a ultranza, Charles De Gaulle. Ortiz Echagüe caracterizó a los protagonistas del gran conflicto con oficio único, en crónicas certeras y bellamente escritas. Se hacía tiempo, además, para escribir sobre la frivolidad alegre de los espectáculos y las modas, a las que Europa no renunciaba en medio de terribles padecimientos. Traía al conocimiento de los lectores, también, lo que deparaban de antiguo y de más moderno los museos aún abiertos y lo que pensaban, con las abstracciones de lo eterno, sus poetas y filósofos, o lo que producían novelistas y científicos. La vida continuaba, como han atestiguado los diarios personales del capitán Ernst Jünger, uno de los más profundos escritores alemanes del siglo XX, que en nombre del Ejército del Tercer Reich ofició en París, hasta 1944, en calidad de enlace con la intelligentsia francesa.
Ortiz Echagüe había llegado a Buenos Aires, en 1911, sin otra provisión que un modesto equipaje. En 1918, después de trabajar en LA NACION, primero como cronista destacado ante el Ministerio de Agricultura, situado entonces en Florida y Lavalle, y luego como traductor de cables noticiosos, fue designado corresponsal general en Europa, con sede en París. Hombre de mundo, de relaciones infinitas y vida social ceñida a las convenciones tan rigurosas como pomposas de esa larga época, cuyas luces se apagaban sin que muchos lo advirtieran, en su vestuario de periodista disponía de tres fracs: uno, para las recepciones en París; otro, en Londres, y el tercero, en Madrid.
La liviandad de esa mención, en los tiempos desestructurados que corren, adquiere, desde otra perspectiva, relieve histórico. Sólo se trata de circunstanciarla en relación con la influencia mundial de la Argentina en los años veinte, con la paridad de entonces de diez centavos de peso por cada franco francés que se recibía y con el asombro con el cual Louis-Ferdinand Céline anotaba, en su célebre Viaje al fin de la noche , las juergas costosas de argentinos, que todo lo podían, copando por las noches la parada en los cabarets de Montmartre.
Convendrá registrar, por añadidura, otro dato verdaderamente inverosímil a esta altura del devenir nacional.
Compartamos, pues, con el lector algo que se halla bastante perdido hasta en la memoria interna de este diario. Luego de haber ocupado LA NACION, algo antes de 1910, un subsuelo en la rue Richelieu, se trasladó a la rue Eduardo VII, donde tras permanecer unos años, recaló en Champs-Elysées. Desde esas oficinas, con treinta metros de frente que daban a la vereda misma de lo que se cotiza como uno de los puntos urbanos cumbre en las valuaciones mundiales del metro cuadrado de edificación, se recortaba a escasa distancia el imponente Arco de Triunfo.
Las ocho letras de LA NACION fulguraban, rotundas, en la fachada de esa planta baja. Si hasta parece cuento, de no hallarse uno con el recorte a mano, lo que Ortiz Echagüe decía en una correspondencia referida a esa marquesina: "LA NACION basta. No es preciso agregar Buenos Aires, pues todo París sabe que LA NACION es el gran diario argentino". ¿Acaso algún bufón del poder imagina, por patológica que fuere su confianza en la extraña teoría de que en el Centenario la Argentina no era nada, que una empresa, una secretaría de Estado, una provincia, un ministerio de la Nación podría revestirse hoy, como proa visible de una soñada potencia nacional, con el esplendor de aquellos treinta metros sobre la vereda de Champs-Elysées?
LA NACION era, simplemente, lo que era el país, y los grandes protagonistas de Europa se abrían, sin reticencia, a su corresponsal general, que había visto desfilar en 1918 a los mariscales franceses Joffre y Foch al frente de sus tropas vencedoras y había presenciado, a bordo del acorazado británico Dreadnought, la rendición a los aliados de la altiva flota alemana, formada por más de 300 unidades, en el mar del Norte. En diciembre de 1932, Ortiz Echagüe escribía desde Polonia: "Aquí está preparada la mecha de la próxima guerra. ¿Quién la encenderá?" Y prevenía, a comienzos de 1938, con referencia a los Sudetes: "?si Hitler hiciera contra Checoslovaquia el acto irreparable, todo sucedería otra vez como en 1914, aunque en plazo más corto". La suerte de Europa pudo haber sido otra si Neville Chamberlain y Edouard Daladier hubieran pensado de igual modo, absteniéndose de firmar con Hitler en 1938, en nombre del Reino Unido y de Francia, los acuerdos de Munich.
En 1940, ocupado París, Ortiz Echagüe sigue al gobierno, ahora encabezado por Reynaud, en la retirada a Burdeos. Cada crónica de los sucesos constituye una reconstrucción antológica de acontecimientos que conmovían al mundo. Cae el gobierno de Reynaud y asume el mariscal Pétain, que negocia un armisticio por separado con Hitler, mientras De Gaulle, desde Londres, llama a la resistencia y al honor francés.
La censura impone un paréntesis al corresponsal, que reaparece en agosto con la publicación en serie de despachos diarios que le han sido retenidos. Extraigo, entre ese material, una perla atesorada en circunstancias en que el gobierno de la zona francesa no ocupada preparaba su instalación en Vichy. Concierne a la respuesta de Pétain, conocida de primera mano por Ortiz Echagüe, a los enviados de Churchill, que desesperando por evitar el armisticio unilateral de Francia con Hitler, increpan al viejo mariscal por la inminente violación de compromisos que París y Londres tenían contraídos desde antes del estallido de la guerra, el 1de septiembre de 1939: "Estos no son momentos para invocar tratados".
Ortiz Echagüe escribió dos libros: Pasajeros, correspondencia y carga y Al Senegal en Aeroplano . Ambos recrean notas que había publicado LA NACION. En el último, el cronista aborda en su relato uno de los aparatos Breguet, de comienzos de la aviación comercial, con la cesta llena de bebidas y comestibles que le ha preparado para el viaje la dueña de una pensión de Tolouse. Eran vuelos de muchas horas para distancias cortas y nadie había pensado todavía que las azafatas y el catering estaban llamados a cumplir servicios importantes en el espacio.
Entre 1941 y 1946, Ortiz Echagüe fue corresponsal del diario en Nueva York. En octubre, de este último año, viajó una vez más a París. En la madrugada del día 9, abrió las ventanas de su habitación en el Hotel Lancaster y se arrojó al vacío. Se encontraron sobre la mesa de luz soporíferos y hubo testimonios de que sufría de insomnio.
En octubre de 1985, se presentó en mi oficina de entonces secretario general de Redacción de LA NACIONuna mujer alta, elegante, de unos cuarenta años. Era la única hija de Ortiz Echagüe, María Dolores. Me dijo que estaba casada con el secretario de Asuntos Culturales del Partido Socialista francés. Gobernaba en Francia François Mitterrand. María Dolores pidió revisar el Archivo del diario, hurgar entre recortes y colecciones de la época. Así lo hizo, con el convencimiento de que a su padre lo habían asesinado elementos remanentes de la Francia colaboracionista, "pues sabía demasiado".
Ironías del destino. Dos de los principales datos personales de quien escribió a lo largo de la vida con maravillosa exactitud han sido imprecisos: a la información sobre su nacimiento en Logroño, se opuso con no menos vigor la leyenda de que había llegado a este mundo en San Sebastián; ante la información oficial de la policía francesa de que "la hipótesis del suicidio es la única admisible", su hija y algunos amigos contestaron con la denuncia de un crimen.
Nunca, en todo caso, sabremos la verdad incontrovertible sobre su muerte. Tal vez el misterio trágico cuadre como apropiado colofón para esa novela, plena de aventuras, que fue la vida de quien será recordado, junto con sus hermanos José, uno de los más destacados fotógrafos españoles del siglo XX, y Antonio, pintor de reconocida valía, en la muestra "La luz, el color y la palabra", que se inaugurará el 30 del actual, en el Museo Fernández Blanco. Estará abierta hasta el 29 de septiembre.

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