jueves, 17 de abril de 2014

LACLAU OTRO QUE QUIZO SER PERON Y NO PUDO

 SOBRE LA “IDENTIDAD POPULISTA”

Laclau y el psicoanálisis

Al recoger el legado conceptual de Ernesto Laclau –fallecido el domingo pasado–, la autora diferencia entre la formación de masa, donde “la identidad se alcanza por identificación y obediencia al líder”, y el populismo, donde “los sujetos tienen la palabra y devienen actores políticos”. Y sostiene que esta teorización “aporta al psicoanálisis la posibilidad de ampliar su campo de acción”.
 Por Nora Merlin *

Ernesto Laclau produjo una teoría del populismo a partir del análisis del discurso, utilizando la lingüística de Ferdinand de Saussure, la teoría psicoanalítica de Jacques Lacan y la retórica; transformó así una noción bastardeada por los medios de comunicación –y también por la academia– en un concepto fundamental para operar en la teoría política.
Recordemos brevemente el planteo que hace Freud en Psicología de las masas y análisis del yo. Afirma allí que las masas son asociaciones de individuos que se manifiestan con características bárbaras, violentas, impulsivas y carentes de límites, en las que se echan por tierra las represiones. Son grupos humanos hipnotizados, con bajo rendimiento intelectual, que buscan someterse a la autoridad del líder poderoso que las domina por sugestión. Se trata de una constitución libidinosa producida por la identificación al líder, en la que una multitud de individuos pone en el mismo objeto (el líder) el lugar del ideal del yo –operador simbólico que sostiene la identificación de los miembros entre sí–. Por lo tanto, dos operaciones constituyen y caracterizan a la masa: idealización al líder e identificación con el líder y entre los miembros. En resumen, la masa implica una respuesta social no discursiva sino puramente libidinal.
En contraposición, Laclau define la construcción populista en tanto realidad de discurso, de significación; la define a partir de una lógica de articulación de demandas diferenciales que se relacionan y conforman equivalencia. De este modo, referirse al pueblo no implica un supuesto ontológico dado, no se trata de un objeto exterior susceptible de ser estudiado, medido, calculado por expertos, sino más bien de un efecto contingente, un modo de construcción política inherente a la comunidad. Es impensable que la comunidad satisfaga todas sus demandas, y esta diferencia discursiva tiene como consecuencia la emergencia del pueblo, pero siempre a condición de que se cumpla la lógica de articulación y equivalencia. A través de esta lógica surge una identidad populista como efecto: no como un punto de partida o un supuesto apriorístico garantizado por algún impreciso “ser nacional”.
La identidad conferida por la masa difiere de la populista. En la primera, se trata de una identidad caracterizada por el enlace libidinal con el líder, alcanzada sólo por la identificación y obediencia a él. Sujeto único y amo de la palabra, el líder articula mandatos. La estructura de la masa es jerárquica: el líder ocupa el lugar del ideal y encarna las demandas que funcionan como imperativos a obedecer. Esa identidad es puramente imaginaria, consiste en un conjunto de yoes identificados. En la masa, los individuos están en posición de objeto, el sujeto no es tratado como tal, no tiene voz ni voto; nos encontramos ante una destitución subjetiva, que en el discurso capitalista se manifiesta en la producción mercantil de objetos y de sujetos tomados como objetos. El sujeto de la masa se encuentra sometido a un amo que articula ideologías preconcebidas, fijadas e ideales; pasivo y servil, su yo empobrecido está bajo el influjo de la sugestión. Advertimos que la masa no es un modo de lazo social, de discurso, sino que se constituye por un montón de gente seriada, indiferenciada y unificada que comparte un espacio y un tiempo. Freud vio en el rebaño, en la fascinación colectiva y la homogeneización de la psicología de las masas, un prolegómeno del totalitarismo.
Por el contrario, el populismo se plantea como una identidad producida desde el discurso, concebido como un sistema que reclama igualdad de derechos en la reivindicación de sus diferencias; los sujetos aquí tienen la palabra y por lo tanto devienen actores políticos. Esto supone una fuerza de inscripción política inclusiva y democrática. Consideramos de suma importancia establecer este despejamiento conceptual para evitar análisis políticos erróneos, tales como, por ejemplo, asociar peronismo a masa y por ende a manipulación, sugestión, fascismo o totalitarismo.
En este sentido, sostenemos que el peronismo comienza como masa creada por su líder. El peronismo proponía algo novedoso, fundaba su llamamiento político a los trabajadores reconociéndolos como fuerza social. Perón, en tanto líder, convocó a la participación popular en la vida económica y social construyendo la integración e inscripción de los trabajadores, que hasta ese momento se encontraban excluidos y desclasificados de la sociedad. Perón ofreció a la masa inscripción y representación, es decir, reconocimiento político y simbólico. La creación política de la masa produjo notables cambios en la cultura: subversión de valores y códigos, modificaciones en las costumbres y hasta en el paisaje. Los obreros, que en su mayoría habitaban los suburbios de Buenos Aires, aparecen, se hacen visibles y se apropian del espacio público.
La constitución y organización de la masa, que en su momento resultó una novedosa formación en la cultura argentina, devino luego construcción populista. Ciertas contingencias no calculadas produjeron este pasaje, y entre ellas ubicamos dos bisagras fundamentales. La primera, el 17 de octubre, a partir de la demanda que exigía la libertad de Perón. La segunda, a partir de 1955, cuando, proscripto el peronismo y exiliado su líder, con la lucha popular por su retorno –que articula a sectores heterogéneos de la sociedad– surgen demandas aglutinantes de la resistencia popular que van a constituir identidad populista.
Freud aportó una matriz propia de la masa, que nos permite comprender su conformación y funcionamiento. Laclau produjo la matriz propia del populismo, que permite concebir otra conformación de identidad, ajena a la pasión por el Uno y la identificación al líder. El populismo, en tanto construcción popular no determinada a priori ni preconcebida, ofrece un modelo fecundo para pensar la política democrática. A partir de los desarrollos de Laclau, es posible pensar lo común, condición indispensable de la política, no como fusión sino por el contrario como lo plural, aquello que agrupa y separa, aparición consistente en un hacerse visible en lo público, hablar y hacerse escuchar.
Esto permite pensar una construcción cultural que no se base en la moral, en tanto imperativo categórico universal, ni en las leyes generales de la ciencia. El populismo, como lo plantea Laclau, revitaliza en su accionar mismo la vieja retórica moralizante y predestinada de la política, y permite así que la creatividad de todos produzca iniciativas populares nuevas. Como se trata de una identidad popular que pone en acto la pluralidad discursiva, supone la idea de democracia como fundamento. Una cultura política posible, libertaria, emancipatoria, implica para Laclau, como condición, la construcción de hegemonía popular. Esto supone invención cultural, sin gradualismos ni puntos de llegada, con antagonismos que se inscriben en la democracia, posibilitando de este modo la irrupción de acontecimientos imprevistos e irreductibles a formas previas, asumiendo el riesgo de la verificación colectiva.
Conocí personalmente a Ernesto Laclau hace años, en el marco de mi interés por la articulación de política y psicoanálisis. Al principio, mi reflexión se orientaba a desarrollar qué podía aportarle el psicoanálisis a la teoría política: el sujeto, la pulsión de muerte, el objeto a, el síntoma, el goce, la satisfacción en el sufrimiento. Al interiorizarme del pensamiento de Laclau, la relación se hizo dialéctica y comencé a comprender que su teoría le aportaba al psicoanálisis la posibilidad de salir de los consultorios y ampliar su campo de acción, incluyendo la dimensión colectiva sin devenir en una psicología de las masas.
* La autora es psicoanalista y docente de la UBA y desarrolla los tramos finales de su tesis de maestría en ciencias políticas en el Instituto de Altos Estudios Sociales (Idaes), dirigida por Ernesto Laclau.

El retorno de Laclau

 Por Eduardo Jozami
Las primeras intervenciones políticas y los trabajos académicos del joven Ernesto Laclau, que se radicaría en Europa después del golpe de 1966, ya habían dejado huellas en la generación que entró en la política después del derrocamiento de Perón. En las décadas siguientes, aunque volvió a visitar el país luego del restablecimiento de la democracia, su vinculación con la Argentina no fue importante y, por lo tanto, nada podía hacer prever que en el nuevo siglo habría de convertirse en uno de los intelectuales más influyentes en el debate político y cultural argentino y que su obra desataría afectos y odios que no suelen despertar los trabajos académicos.
Aquellos primeros textos de quien había militado en el Socialismo de Vanguardia mostraban un manejo tan riguroso como creativo de las categorías del marxismo (recuerdo su intervención en el debate, por entonces convocante, sobre los modos de producción en América latina) y una valoración positiva de los movimientos nacionales y populares que mostraba la influencia de Jorge Abelardo Ramos pero también un fuerte interés por el debate con sectores de la nueva izquierda. José Aricó advertía la marca inequívoca de la pluma de Laclau en el escrito fraternal y polémico que, en 1963, Lucha Obrera, el periódico de la Izquierda Nacional entonces dirigido por Laclau, dedicara a la nueva revista Pasado y Presente.
A mediados de los años ’80, la publicación de Hegemonía y Estrategia Socialista, editada antes en Londres donde residía Laclau, tendría fuerte repercusión en nuestro país. Allí Laclau definía su pensamiento como posmarxista, considerando la doctrina de Marx como una, pero sólo una, de las fuentes en que debía nutrirse el pensamiento emancipatorio. Cuestionaba en ese libro –escrito junto con Chantal Mouffe– la visión esencialista que hacía de la clase obrera el protagonista necesario de la revolución y postulaba un sujeto político a ser constituido en el que debían aunarse diferentes demandas y agrupamientos sociales. La democracia que había convocado en el marxismo italiano de la segunda posguerra muchas discusiones, alentadas por quienes se negaban a considerarla meramente como el momento burgués de la lucha socialista, llegaba en el razonamiento de Laclau y Mouffe a conformarse como un espacio aún más comprensivo que el del socialismo. La lucha democrática no podía limitarse a la transformación de la economía y el Estado, sino que debía abarcar también reivindicaciones de feministas, minorías raciales, diversidad sexual, ambientalistas y otras.
Aunque entonces ya se preanunciaba la caída de los socialismos reales, esta obra que hacía un riguroso análisis de los derroteros y polémicas del marxismo para rescatar lo que aún consideraba vivo, resultó demasiado heterodoxa para una izquierda que no pensaba aún en revisar sus presupuestos. Más atención le prestaron quienes se planteaban entonces la búsqueda de nuevos caminos para la democracia, pero ni los intelectuales agrupados en el Club de Cultura Socialista ni los que llegarían, por el camino de la renovación peronista, a crear el Frente Grande advirtieron plenamente, en la mayoría de los casos, que la “radicalización de la democracia” reclamada por Laclau seguía siendo un proyecto emancipatorio que mal podía compatibilizarse con la patética convocatoria de la Alianza.
Más allá de las adhesiones políticas, el texto abrió un camino fecundo. Laclau y Mouffe introducían nuevamente a Gramsci en el pensamiento político argentino. Héctor Agosti había hecho el primer intento publicando, en los años ’50, las obras del pensador turinés con el propósito de aligerar las trabas que una ortodoxia marcada por la influencia soviética ponía al debate y la creación en el seno del comunismo argentino. Una década después, Aricó y Portantiero iniciaron otro rumbo y, revisando en parte la lectura de la obra gramsciana que había impuesto el PC italiano, leyeron esos textos tanto para reflexionar sobre la condición obrera y centrar en las fábricas la acción revolucionaria, como para acercarse años más tarde al peronismo montonero en los días vertiginosos de 1973. El Gramsci de los consejos obreros de Turín podía servir para la primera lectura, el teórico que buscaba en la historia de la cultura italiana las raíces de lo nacional popular aportaba a la segunda.
A diferencia de estas interpretaciones de Gramsci, Laclau no sostenía que la suya fuese la auténtica, no reivindicaba ninguna ortodoxia. A su juicio, diferenciándose de las teorizaciones leninistas que hacían de la clase obrera por definición el sujeto de la hegemonía, Gramsci marcaba cuánto había en el proceso hegemónico de lucha política, de articulación, viendo la creación de un nuevo bloque histórico como algo más complejo e indeterminado que la noción leninista de la alianza de clases. Sin embargo, este aporte de Gramsci queda limitado porque sigue viendo a la clase obrera como el sujeto necesario de ese proceso. En el continente que asiste a las transformaciones posfordistas de la tercera revolución industrial, rompiendo la presencia dominante de las grandes concentraciones obreras, generando sociedades que, lejos de homogeneizarse como creía Marx, se muestran cada vez más fragmentarias y heterogéneas, Laclau señalará que ya no existe un sujeto hegemónico por su propia naturaleza y abrirá las puertas para advertir toda la complejidad que adquiere la política emancipatoria en un momento de declinación de los tradicionales partidos obreros, mientras parecen proliferar movimientos sociales y nuevas culturas.
En su búsqueda por precisar la constitución de la hegemonía, más tarde Laclau aportará la noción de significante vacío, que permite explicar cómo se forman las identidades políticas en un proceso en que ese significante acepta las más variadas lecturas y explica de ese modo cómo la gran mayoría del arco político pudo, a comienzos de los ’70, adherir al retorno de Perón desde muy distintas posiciones. Polémica noción que parece contrariar el sentido común. Difícil pensar como algo vacío esa reivindicación histórica del pueblo argentino; sin embargo, qué útil nos ha resultado para explicar dos momentos contradictorios, la convocatoria multiforme en torno de la vuelta del líder y la crisis irremediable de ese conglomerado al momento de gobernar.
El otro núcleo central del pensamiento político de Laclau tiene que ver con el populismo, reflexión iniciada hace más de tres décadas que culminó con la publicación en 2005 de La razón populista, texto que refuta la condena que había impuesto la Academia, demostrando que lo que se criticaba a los movimientos populistas, la falta de identidad definida de clase, el exceso retórico, la vaguedad de propuestas, la simplificación del espacio político en dos polos, no son sino los modos propios de la política. La constitución del sujeto pueblo que supone la articulación de demandas diversas sólo puede darse si aparece enfrentado con el bloque en el poder. Pero, señala Laclau, los populismos no son necesariamente progresistas ni de izquierda, constituyen un modo de interpelar al pueblo que puede connotar orientaciones muy diversas.
Es interesante releer las declaraciones de Laclau en los años ’90 para advertir que alentó algunas expectativas sobre la evolución de algunos partidos socialdemócratas europeos, porque la radicalización de su pensamiento, que lo llevó a identificarse con el proceso chavista y defender con entusiasmo a los gobiernos populares de la región, no puede, a mi juicio, desvincularse de la profunda decepción que le produjo el giro derechista de esas formaciones políticas. Cada vez más fue identificándose con las democracias radicales de América latina y visitó con mayor frecuencia la Argentina y asistió a debates y actos políticos. Los medios opositores lo consideraron como el intelectual K por antonomasia y él, abandonando su anterior circunspección, salió a responder con salidas que desafiaban todos los patrones de la corrección política, como cuando defendía el derecho de un pueblo a elegir cuantas veces quisiera a sus gobernantes.
Hasta en las recientes necrológicas, esos medios lo siguen acusando de postular el camino chavista para la Argentina y de celebrar la fractura social por la que responsabilizan al kirchnerismo. No se han preocupado en leerlo. Laclau, defensor a ultranza del chavismo, siempre sostuvo que había podido surgir en un país donde se habían roto todas las mediaciones políticas y que no era ésa la situación argentina. También señaló que la lógica populista, la de la constitución del sujeto social, la de la movilización de las masas, debe necesariamente coexistir con una lógica institucional de organización del Estado y el gobierno. No fue un enemigo de la República, salvo que se tenga de ésta la estrecha visión de quienes la confunden con el gobierno de las minorías.
El país que lo vio partir como a tantos que fueron ahuyentados por la represión a la universidad, lo recibió como al hijo pródigo cuando llegó cargado de distinciones y reconocimientos académicos. Para él, que resolvió a su manera la tensión que tiene todo intelectual de izquierda entre el estudio y la vida militante, esta vuelta a la Argentina significó, de algún modo, la sutura de esa escisión. Los miles de jóvenes que lo escucharon en estos años recuerdan hoy al teórico brillante pero también al militante que volvió tras las huellas de su juventud.

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