sábado, 19 de noviembre de 2011

Macri y la lógica de la impostura

La dramaturgia como política de Estado

Publicado el 19 de Noviembre de 2011

Las indumentarias de fantasía aptas para la mimetización simbólica son fruto de una escuela norteamericana de comunicación política. Y forman parte de su decálogo sobre cómo obrar en situaciones de crisis.
Tal vez en un futuro remoto los historiadores reparen no sin asombro en una extravagante tendencia practicada por ciertos líderes mundiales de la primera década del siglo XXI: la utilización intensiva de la dramaturgia cómo política de Estado. Es posible que hasta puedan encontrar en algún archivo una vieja fotografía del momento en que George W. Bush arengó en mayo de 2003 a la tropa del portaaviones USS Abraham Lincoln disfrazado de piloto militar. O una del presidente mexicano Felipe Calderón fechada en febrero de este año, cuando para conmemorar la Marcha de la Lealtad cabalgó vestido de época hasta el Palacio Nacional, escoltado por una profusa formación de cadetes del Colegio Militar, tal como lo hiciera Francisco Madero en 1913. Sin embargo, ningún otro registro visual tendrá la elocuencia de las imágenes que muestran al mandatario chileno Sebastián Piñera con ropas de minero durante el rescate de 33 trabajadores atrapados en la mina San José, con una audiencia global de 1000 millones de televidentes, y tras gobernar a su país por 69 días a través del recurso actoral. Quizás esos mismos investigadores, al profundizar su rastreo, podrían toparse con un personaje menor, ya olvidado, quien en el lapso bajo estudio supo ser alcalde de la ciudad de Buenos Aires. Es casi seguro que la figura de Mauricio Macri será entonces esencial para comprender la lógica de la impostura en las altas esferas del poder.
Había que ver a ese sujeto, siempre con semblante entre sonriente y molesto, saltando charcos para la campaña o con casco policial a bordo de una moto de la Metropolitana. Pero el 9 de agosto de 2010, en medio de los escombros del gimnasio Orión, de Villa Urquiza, sorprendió a propios y ajenos al posar para las cámaras luciendo casco y el chaleco amarillo del cuerpo de emergencias. Estaba con los integrantes de su gabinete; ellos también se habían disfrazado de socorristas. Debido a tal antecedente, no resultó muy chocante que, durante los días posteriores al derrumbe del edificio de la calle Bartolomé Mitre 1232, el ministro Guillermo Montenegro, se paseara por los alrededores del desastre luciendo esa indumentaria, transpirando bajo el casco de plástico, ya sea al monitorear las tareas de apuntalamiento o en los estudios de la televisión. Así, por jornadas anteras. Así recibió a Macri en el escenario del acontecimiento. Así dio una conferencia de prensa junto a vicejefa electa María Eugenia Vidal. Así se habituó al verlo el espíritu público. Y nunca sin el chaleco amarillo con tiras refractantes. No obstante, lo cierto es que nadie se explica a ciencia cierta semejante persistencia.
Se da por descontado de que el asunto es una expresa directiva de la agencia Duran Barba Producciones. Pero no se trata de un invento propio. Muy por el contrario, las indumentarias de fantasía aptas para la mimetización simbólica son fruto de una escuela norteamericana de comunicación política. Y forman parte de su decálogo sobre cómo obrar en situaciones de crisis. Una estrategia que incorpora al campo de la política códigos que pertenecen al mundo del espectáculo. La idea es que, ante una catástrofe, el funcionario que representa al Estado simule ser “uno más”. Que vaya al sitio del hecho y asuma en forma física y personal su papel frente al desastre. El teatro como la continuación de la política por otros medios.
Es que el ministro siempre sintió apego por tales recursos. Incluso, desde sus tiempos de juez federal, cuando puso su relación con los medios en manos de una amiga, la consultora Alejandra Rafuls, quien ahora circula por los pasillos del Ministerio como una jefa de Gabinete en la sombra. Tal vez haya sido esa mujer la que inculcó en Montenegro el culto por la imagen. Dicen que él cree más en ello que en la realidad. Al respecto, hay un pequeño episodio.
A fines de 2009, el gobierno porteño tenía un nuevo frente de tormenta; en este caso, de tormenta eléctrica. La compra para la Policía Metropolitana de pistolas paralizantes Taser X26, que lanzan descargas de altísimo voltaje. El asunto logró generar una oleada de repudios por parte de un variado arco de dirigentes políticos y organismos de Derechos Humanos. Sucede que dicho adminículo había sido cuestionado por la ONU a raíz de considerar su uso como “un método de tortura”, sin soslayar su riesgo físico, en algunos casos con epílogo fatal. Para refutar aquellos argumentos, a Macri sólo le bastaron tres palabras: “Hay demasiados prejuicios.” Y Montenegro hizo uso de la siguiente frase: “No es una picana; no produce dolor ni lesiones, y menos secuelas físicas, sino una simple y breve parálisis muscular.” Su manera más expeditiva para probar semejante aseveración –y de paso, concluir en forma airosa la polémica acerca de estas pistolas– era a través del empirismo: dejar que alguien –por ejemplo, el jefe de la Metropolitana, Eugenio Burzaco– le dispare una descarga paralizantes de 50 mil voltios, durante una conferencia de prensa organizada expresamente con tal fin. Esa fue la propuesta que el autor de esta nota le hizo en esos días a su vocero, quien se comprometió a consultar el asunto con Montenegro. La respuesta inicial fue negativa. Pero, entonces, el vocero atisbó por primera vez el gran impacto mediático que ello generaría. Por tal motivo, resolvió insistir. En esta ocasión, la respuesta del ministro fue: “Por ahora no estoy preparado para ello.” Y luego, agregó: “Pero no es mi última palabra.”
En resumidas cuentas, Montenegro jamás accedió a ese desafío. Después se embarcaría en otras gestas. Y en otras máscaras. <

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