domingo, 6 de enero de 2013

Cada rincón de Londres atesora anécdotas que evocan a John, Paul, George y Ringo

La historia empezó en Liverpool, pero es en Londres donde se la siente, se la escucha, se la vive. No hay lugar de la ciudad donde no haya rastros de los años dorados de la beatlemanía.


Postal londinense: la inconfundible Carnaby Street, donde a cada paso se respira la beatlemanía. (Foto archivo)
Ricardo Luque / La Capital (rluque@lacapital.com.ar)
Pasa en otras ciudades, pero en ninguna como en Londres. La primera vez y también las siguientes, si se tiene la fortuna de volver. Las calles, las casas, los taxis tan típicamente ingleses, tienen música, no como en Disney, donde hay parlantes escondidos desde los que brotan las melodías de las películas de las princesas o del Ratón Mickey, no, nada que ver, la música en Londres suena en la cabeza, en el corazón, en los pies que hasta cuando bajan las escaleras para hundirse en las profundidades del subte llevan el ritmo, como los autobuses rojos de dos pisos y los paraguas y los bombines y los ojos de hielo de esa señora remilgada que cruza la calle sin mirar y que ni bien se la ve queda claro, clarísimo, que no le hace falta aplaudir, con sacudir las joyas le basta y sobra.
Primero lo primero, Heathrow, donde no se escucha nada salvo una gritería infernal, ensordecedora, que lo invade todo, los pasillos, los mostradores de las aerolíneas, la tienda de periódicos, el free shop, pero sobre todo la pista, como en aquel regreso triunfal de la primera gira a Estados Unidos, en 1964, cuando posaron para los fotógrafos junto a la escalinata del avión, con sus sobretodos de cuatro botones, camisas blancas, corbatas negras, John, con la infaltable gorra con visera que usaba por aquellos tiempos, y Paul, con la infaltable sonrisa de ganador que lucía por aquellos tiempos y hoy también, ambos y George y Ringo, con la enorme nariz del avión de Pan Am a sus espaldas y cara de saber perfectamente lo que estaban haciendo, aunque la verdad es que no tenían ni idea.
Gritos, aullidos, palabras sueltas, te amo, besame, vení, John, Paul, George, Ringo, con las vocales estiradas como chicle, voces, llantos, más palabras sueltas, más ruegos, más locura, que se mezcla con el chasquido de las cámaras que gatillanuna y otra vez, que encienden las caras de los chicos con fogonazos que los iluminan innecesariamente porque brillan con luz propia. Detrás del alboroto se alcanza a escuchar “I Want To Hold Your Hand”, el éxito instantáneo con el que conquistaron a América. Está ahí, en la cinta transportadora donde esa valija negra igual a todas las otras valijas negras que hay en el aeropuerto da vueltas y vueltas sin que nadie la vaya a buscar, sola, tan sola como Eleanor Rigby recogiendo el arroz en las escalinatas de la iglesia donde ha sido la boda.
Después, la ciudad, que desde la ventanilla del taxi de papel de diario que bordea Hyde Park, que zigzaguea entre los coches en Picadilly Circus, que deja que se pierda en la distancia, hasta que sea un punto en el espejo retrovisor, la columna desde donde el viejo Nelson, infatigable, se empeña en sostener su vigilia en lo alto de Trafalgar Square, suena a “A Day in the Life”, amarga, juguetona, deforme, como el crescendo de la orquesta que George Martin inventó para que los delirios de John y Paul congenien de una vez por todas y cobre vida ese planeta que es un arco iris, una tumba, Marlon Brando y Edgar Allan Poe, Karl Marx y Shirley Temple, Bob Dylan y Marilyn Monroe, un submarino amarillo, un bulldog, una banda de circo que toca, con una ayudita de los amigos, las canciones en las que, como en el “Cambalache” de Discepolo, se ha mezclado la vida.
Cada rincón de Londres, no importa si alguna vez estuvieron ahí o no, vibra con los Beatles. Se pueden seguir sus pasos, intentar descubrir los lugares donde escribieron su historia, o dejarse llevar por las canciones. Sin otro plan que andar a la deriva es inevitable dejarse caer en Carnaby Street, que supo ser el corazón del Swinging London y que hoy, aunque las minifaldas de Twiggy, las motos Vespa de Sting en “Quadrophenia” y las botas de colores de Jane Fonda en “Barbarella” hayan desaparecido, aún conserva rastros de aquellos días de gloria. Una cabina de teléfono pintada con colores vivos, psicodélicos, un local de objetos de diseño japonés, Muji, que hubiera sido un hit en los dorados 60 y un exclusivo de Vans, las zapatillas inevitables del urban style londinense.
A unas pocas cuadras está Broadwick Street, una calle que si no fuera por los Beatles pasaría sin pena ni gloria, pero no, ahí se encuentra la entrada a los baños púbicos subterráneos donde John Lennon grabó el sketch del show “Not only...but also...” de Dudley Moore, uno de los más populares de la televisión de la época, con los anteojos de marco redondo que serían su marca de identidad de ahí en más. Eran los mismos que le había dado Richard Lester para el rodaje de “How I Won the War” y que usó para su personaje de portero, con levita y galera, que encarnó para el programa y toda su vida. Los tenía puestos, incluso, la tarde del 8 de diciembre de 1980, cuando Mark David Chapman lo mató de cinco balazos frente al Dakota Building en Nueva York. No todas las melodías son alegres en la historia de los Beatles.
En el extremo opuesto de Carnaby Street está la entrada al escenario de The London Palladium, donde el 13 de octubre de 1963 nació la beatlemanía. Fue en ese teatro donde la banda se presentó por primera vez para televisión y lo que hasta ese momento había sido un éxito musical se convirtió en un fenómeno de masas. A la vuelta de la esquina, por Argyll Street, estaba el cuartel general de NEMS Enterprises, la firma de Brian Epstein, el célebre manager del grupo que murió a los 32 años, cuando el grupo surfeaba en la cresta de la ola. En esas oficinas fue donde Lennon, embriagado de éxito, declaró que “los Beatles son más populares que Cristo” y desató una histeria fundamentalista contra la banda.
A cada paso, una historia, una canción. La última, la más triste, la que elevó a la banda a la categoría de leyenda, se escribió en el número 3 de Saville Row, donde funcionaron hasta 1972 las oficinas de Apple Corps, la empresa que fundaron los Beatles con la esperanza de poder hacer arte con la importante tajada que se llevaba el fisco de sus ganancias. En la terraza del edificio fue donde el grupo actuó
por última vez, aquel frío 30 de enero de 1970, una filmación que se convirtió en un clásico de la música pop y del cine, con los chicos, ya no tan chicos, disfrutando, como hacía tiempo no lo hacían, tocando
sus canciones, “Get Back”, “Don’t Let Me Down”, “I’ve Got a Feeling” y siguen los títulos, hasta que las quejas de los vecinos alertaron a la policía y la fiesta terminó. En Londres nacieron las historias de amor de los Beatles, la de Paul, en el número 9 de Kingly Street, donde funcionaba The Bag O’Nails, la disco donde conoció a Linda Eastman, quien por entonces era la fotógrafa de las estrellas de rock, además de la heredera del imperio Kodak; y la de John, en Manson’s Yard, en el sótano de la librería Indica, donde funcionaba la galería de arte que concentraba la movida contracultural de los 60 y donde conoció a Yoko Ono.
Y fue así hasta que la muerte los separó. No como a los Beatles, que fue amor, pero terminó abruptamente. La última foto, que no fue la última pero sí la que ilustró la portada de su último álbum, que tampoco fue el último, se la tomaron frente a los estudios Abbey Road, cruzando la calle despreocupadamente. Es hasta ese lugar, esa esquina mágica y misteriosa, hasta donde peregrinan los fans de los Bealtes para sacarse la foto, la misma foto que se sacaron John, Ringo, Paul y George, en ese orden, sobre la senda peatonal con el escarabajo blanco y la historia de la música pop partida al medio a sus espaldas. En el número 8 de Abbey Road está la sala de grabación, hasta donde llegan vaya uno a saber en busca de qué viajeros de todas partes, con las músicas de las canciones en la cabeza, en el corazón, en los auriculares que se calzan en los oídos cuando desandan Grove End Road en busca de la estación Saint John’s Wood que los llevará, a través de la Grey Line que los londinenses llaman Jubilee, al mundo real. Ese que la voz de George desgarra cuando canta “Something”.

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