MEDIOS Y COMUNICACION
El distrito audiovisual
Raúl Perea analiza el régimen de promoción de la actividad audiovisual de la ciudad de Buenos Aires y advierte sobre los problemas que se generan.
El 1º de septiembre de 2011 fue aprobada por la Legislatura porteña la ley Nº 3876 que instaura un “régimen de promoción de la actividad audiovisual” en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, creando para ello el “distrito audiovisual”, un área que abarca 720 hectáreas de los barrios porteños de Palermo, Villa Ortúzar, Chacarita, Colegiales y La Paternal. Las empresas allí instaladas o las que lo hagan en el futuro contarán con importantes exenciones impositivas como también facilidades crediticias. La ley comprende prácticamente al conjunto del proceso de producción audiovisual: contenidos para cine, televisión y publicidad; procesamiento y grabación de la imagen y sonido; almacenamiento, soporte o transmisión y posproducción.
Numerosas voces se alzaron en contra. En la Legislatura Proyecto Sur y la Coalición Cívica votaron en contra; el Sindicato de Artistas de Televisión presentó un proyecto alternativo que no fue considerado y hay quienes la definieron como la “ley Tinelli-Suar” por el hecho de que en el distrito audiovisual se encuentran asentadas las grandes productoras como Ideas del Sur, de Marcelo Tinelli; Pol-ka, de Adrián Suar, o GP, de Gastón Portal. Un breve análisis del universo conceptual que presenta la ley permite, entre otras cosas, contrastarla con las políticas públicas que en materia de producción audiovisual se viene dando a nivel nacional.
El artículo segundo define la actividad audiovisual como “una actividad productiva de transformación, asimilable a la actividad industrial”. Es decir, una industria pura y dura, que no reconoce ni creación simbólica ni de sentido, y todo lo que ello involucra: saberes, identidades, conocimiento, en definitiva, culturas. Desde distintos ámbitos de la investigación en comunicación, se viene criticando la actual tendencia global que consiste en sustituir el término “industrias culturales” por el de “industrias creativas”. Este concepto más edulcorado realiza en realidad una maniobra de despojo eliminando la fundamental dimensión simbólica y de sentido que la producción de bienes culturales posee, remitiéndola a una acotada “actividad industrial”, factible por lo tanto de regularse por las leyes del mercado.
Esta concepción explicaría por sí sola el hecho de que no exista referencia alguna a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en el texto de la ley analizada, ya que su contenido dista del universo conceptual que la ley nacional plantea. Pero hay además otros elementos importantes. El rol que la ley asigna a la actividad educativa, por ejemplo. Plantea que “el Ministerio de Educación propiciará un programa de innovación curricular en las escuelas técnicas de gestión estatal, teniendo como referencia las necesidades formativas de la actividad audiovisual” (art. 24). Creando para ello programas de becas a la excelencia para graduados secundarios; es decir, fomento a la formación educativa con el único objetivo de generar mano de obra para las empresas que funcionen en el distrito audiovisual.
El Ministerio de Desarrollo Económico de la Ciudad informa que la industria audiovisual porteña emplea a 51.550 personas y está formada por más de 400 empresas, concentrando casi el 60 por ciento de la producción del país. Se trata de una característica compartida con otras metrópolis latinoamericanas, que concentran gran parte de la producción de contenidos audiovisuales y que se repiten en el resto del país, afectando toda diversidad y contenido federal de éstos.
En nuestro país se asiste a un notorio incremento de la producción audiovisual. Contribuyeron a ello la sanción de la Ley del Cine y la política pública de fomento a la producción nacional llevada adelante por el Incaa; también el desarrollo empresario de productoras radicadas en su gran mayoría en CABA. En el último año, y con el paraguas que significó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, junto con la implementación de la política pública de la Televisión Digital Abierta, con sus Polos Tecnológicos Audiovisuales, el Bacua, etc. se ha dado otro empuje a la producción de contenidos –esta vez con un sentido federal–, iniciativa que ya se ve reflejada en la programación de ficción televisiva para este año. La ley 3876 parece apuntar solamente al segundo de los factores señalados, esto es, a una parte de las productoras privadas asentadas en la Capital.
Legislar en la Ciudad sin conexión con las normativas nacionales en la materia es un problema, hacerlo en contraposición a ellas desde un punto de vista conceptual y material es todavía más grave en función de una política pública de comunicación que debiera ser necesariamente nacional.
* Licenciado en Comunicación UNQ.
MEDIOS Y COMUNICACION
Decir y escuchar
Washington Uranga reflexiona sobre la comunicación de gobierno como herramienta de la gestión política y propone incluir también este capítulo entre los debates actuales sobre la comunicación.
La comunicación de gobierno, como la denominan los especialistas, es hoy en día una herramienta más de la acción política y, en consecuencia, de la gobernabilidad. Constituye un ámbito especializado de la gestión que es imposible de descuidar por parte de los gobernantes, en vista de su importancia y de la influencia que los sistemas complejos de comunicación tienen sobre las audiencias que, en este caso, constituyen también la ciudadanía. La gestión política no se puede concebir sin comunicación.
Es interesante señalar también que así como todo acto tiene una expresión comunicacional que es susceptible de ser leída de distintas maneras, también es verdad que no todo es comunicación. Por esta razón es imposible disimular los errores de una gestión con campañas de marketing o con estrategias de comunicación para impactar y convencer a las audiencias ciudadanas de que está ocurriendo algo que va en sentido contrario a lo que sus ojos y sus sentidos perciben. Se puede disimular o engañar por un tiempo, pero finalmente la verdad terminará aflorando si existen voces diversas, pluralidad de fuentes y perspectivas. Es una realidad de la que no se convencen todavía ciertos dirigentes políticos.
Tampoco es tan fácil instalar mentiras o difamaciones, salvo en condiciones monopólicas como las que existieron en tiempos no demasiado remotos en la Argentina. Afortunadamente esas etapas están quedando atrás, aunque todavía vivamos las arremetidas de quienes no se resignan a perder el privilegio del relato único que les otorgaba el control monopólico de los medios y, como parte de la ofensiva, salen a denunciar una presunta pretensión gubernamental de controlar el discurso.
Más allá del debate político sobre estos asuntos, es oportuno recordar que los estudiosos de la comunicación han dado por superada la confusión entre información y comunicación. La comunicación es multidireccional o no es tal; es relacional o no es tal; es proceso, contenidos, estéticas y lenguajes o no es tal; es diversa y democratizadora o no es tal. No hay comunicación en la unidireccionalidad y la información, siendo parte, no agota la comunicación. Todo esto habla de una complejidad evidente en lo conceptual y en lo real, que se ha profundizado con el desarrollo vertiginoso de las tecnologías de la comunicación.
Lo dicho es aplicable a la comunicación en general, pero también y de manera particular a la llamada comunicación de gobierno. Esta acción política comunicacional no puede limitarse sólo a los anuncios, a los discursos. Para ser tal, para mejorar en calidad –también para alcanzar eficacia– requiere de la riqueza misma de la comunicación. Es decir, habilitar la posibilidad del diálogo, del intercambio o, en otras palabras, de la construcción colectiva de sentidos. No se construyen sentidos colectivos con la redundancia de un discurso, con la repetición de frases o eslóganes más propios de la propaganda que de la comunicación entendida como un proceso cognitivo, cultural, social y político.
Las eventuales fallas en una comunicación de gobierno no deberían mirarse solamente por lo que se dice o lo que se omite, sino también y fundamentalmente por la existencia o la ausencia de canales fluidos para recabar, recibir y socializar opiniones, reacciones, puntos de vista que provienen de la ciudadanía, de los actores sociales, comunitarios, sindicales y políticos.
Se trata fundamentalmente de habilitar la escucha como parte esencial de la comunicación de gobierno que, por esta vía, se enriquece en sus contenidos y abre alternativas para construir una comunicación más democrática, con posibilidades de constituirse en sólida base de sentidos compartidos entre emisores y receptores que abandonan un rol estático y estereotipado para ser, simultánea y activamente, audiencias-emisoras y emisores-audiencias.
Ese es el valor profundo de la comunicación en la que no existen roles estáticos o inmodificables. Pero es también el sentido político de la comunicación que quiere aportar a la consolidación y profundización de la democracia, desde la escucha de la diversidad. Porque habilitar y profundizar la escucha es, al mismo tiempo, potenciar la palabra liberada. Argentina ha dado y está dando pasos muy importantes en cuanto a la democratización de la comunicación. La comunicación de gobierno, como estrategia de acción política y como herramienta de gobernabilidad, debería ser también un capítulo para incluir en los próximos debates. En todos los niveles y en todas las jurisdicciones, sin importar el color político de los gobernantes.
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