PEDAGOGÍA DE LA IGUALDAD
Cuando se habla de la educación en América Latina, predomina una actitud escandalizada ante la situación de los docentes y de la infraestructura escolar o ante los pobres resultados en las pruebas anuales de rendimiento. Queriéndolo o no, esta actitud le atribuye a la educación una misión redentora: supone que la raíz de los males sociales reside en la crisis educativa, y que revertir esa crisis permitiría arribar a una sociedad equitativa. En los ensayos que componen este libro, Pablo Gentili acumula razones para cuestionar esa espera
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Tiempo Argentino
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1. Nada en común
Sobre la pedagogía
del desprecio
por el otro
Una de las premisas más notables del proyecto moderno ha sido concebir la educación como un medio fundamental para universalizar los saberes científicos y morales que nos ayudan a construir las bases de nuestra vida en común. La ciencia y los valores democráticos son así considerados un requisito indispensable para la construcción del bien común y la convivencia armónica, tolerante y pacífica entre los seres humanos. El optimismo pedagógico moderno ha sido, sin lugar a dudas, uno de los pilares fundamentales de toda aspiración a constituir una educación universal y pública para las masas, que las aleje de la ignorancia y, consecuentemente, las acerque a los beneficios del progreso. Desde esta perspectiva, el acceso a los conocimientos socialmente acumulados, el dominio de ciertas competencias cognitivas que permitan la intervención consciente y calificada en un mundo cada vez más complejo, así como el aprendizaje de normas y valores sobre los que se edifica una ética cívica y republicana, constituyen una necesidad pedagógica inexcusable si lo que se quiere es una sociedad basada en la libertad y el progreso colectivos. La educación nos ayuda a vivir juntos porque mediante ella se edifican las razones que nos unen y nos definen como comunidad. Los argumentos precedentes resultarían quizá más convincentes si no hubieran sido puestos bajo sospecha, nada menos que por quienes pretendieron ser, a mediados del siglo pasado, los herederos legítimos del pensamiento liberal sobre el que se edificó la promesa civilizatoria del republicanismo moderno. En efecto, una de las ofensivas intelectuales más poderosas (y probablemente exitosas) del último siglo ha sido la que llevó a cabo un conjunto de liberales ilustres dispuestos a descontaminar el pensamiento moderno de un supuesto colectivismo perverso, así como de las pretensiones racionalistas que no harían más que condenar a la libertad y a los derechos individuales a un mero dispositivo legal sin implicaciones efectivas. Durante los últimos cincuenta
años, a veces de manera silenciosa y no siempre gozando del beneplácito del mainstream académico occidental, estos intelectuales encabezaron una poderosa batalla teórica, o sea, política, contra los principios y las razones que justifican proyectos colectivos y universales y contra la constitución de sentidos y motivos compartidos que nos ayuden a cimentar sociedades más igualitarias y justas.
Poner lo común bajo sospecha, identificando toda aspiración a construir lo que nos pertenece y nos iguala como comunidad, esto es, lo público, como la causa de todos nuestros males y penurias, ha sido una de las mayores victorias del liberalismo de la segunda mitad del siglo XX, un liberalismo, como dirá R. Bellamy (1994), “neutralizado” y que ha conseguido centrifugar cualquier nostalgia igualitaria. La derrota de lo público, de lo común, ante la efervescencia supuestamente creativa del individualismo egoísta se ha gestado en el plano de las ideas y se ha consolidado en el plano político al imbricarse estrechamente en la vida cotidiana de nuestras sociedades. La teoría, dijo alguna vez Karl Marx, se vuelve una fuerza material muy efectiva una vez que se apodera de las masas.
Cuestionar lo común ha creado condiciones para promover políticas de desprestigio y debilitamiento de una de las instituciones fundamentales de todo orden democrático que aspire a sustentarse en la igualdad y la justicia social: la escuela pública y el derecho a la educación. El presente texto apunta a revisar las bases doctrinarias sobre las que se ha edificado la crítica del liberalismo tardío a toda búsqueda de un orden común, fundado en los derechos humanos universales, la igualdad y la justicia social. Denominaré “neoliberalismo” a este movimiento intelectual, y me concentraré en algunos de sus principios teóricos y metodológicos, sin vincularlo vis a vis con las administraciones o gobiernos neoliberales que han dominado los aparatos estatales de numerosos países, tanto industrializados como en vías de industrialización, a partir de los años setenta. Para llevar a cabo esta tarea, recurriré a los aportes de Friedrich von Hayek (1899-1992), Ludwig von Mises (1881-1973), Murray Rothbard (1926-1995) y, finalmente, Milton Friedman (1912-2006), sin lugar a dudas cuatro de los más prominentes representantes de esta corriente del pensamiento social contemporáneo.
la sociedad
como ilusión
Hayek y Mises consideraban que la civilización occidental y el liberalismo fundían y confundían sus fronteras. De tal forma, la crisis del liberalismo (o su amenaza) involucraría siempre, de manera inexorable, una crisis de la civilización occidental y una consecuente amenaza a su supervivencia. Desde esta perspectiva, el liberalismo constituye mucho más que una doctrina política. Se trata de una actitud espiritual que, como tal, puede ser reconocida a lo largo de todo el proceso de constitución histórica de la civilización occidental.
Para comprender mejor esta cuestión, es importante destacar que, en la obra hayekiana, existe una permanente contraposición, algunas veces explícita y otras implícita, entre un supuesto estadio primitivo del desarrollo humano y el orden civilizatorio actual, denominado por el intelectual austríaco “orden extenso de cooperación humana”. Dicha contraposición deriva de los fundamentos sobre los cuales se asienta cada tipo de orden histórico.
En tal sentido, el orden primitivo alcanza cohesión mediante el desarrollo del instinto y del espíritu gregario, una solidaridad comunitaria basada en la existencia de pequeños grupos, así como en un altruismo ingenuo fundado en el reconocimiento de que el individuo aislado carece de autonomía y capacidad de supervivencia.
De allí que Hayek considerara la mentalidad primitiva como prototípicamente antiindividualista, clánica y tribal. El individualismo primitivo hobbesiano no ha sido, de esta forma, otra cosa que un mito carente de todo asidero histórico. “Nunca se dio en nuestro planeta esa supuesta ‘guerra de todos contra to dos’”, sostuvo Hayek en su última obra, La fatal arrogancia. Los errores del socialismo.
Por el contrario, el orden extenso de cooperación humana (estadio superador del orden primitivo) encuentra su fundamento en la eliminación de las tendencias instintivas que promueven la solidaridad comunitarista y el altruismo tribal. El proceso civilizatorio (y, en consecuencia, el liberalismo que, como actitud espiritual, coincide con él) se funda en un rechazo elemental a cualquier forma de igualitarismo gregario. En palabras de Hayek, “un orden en el que todos tratasen a sus semejantes como a sí mismos desembocaría en un mundo en el que pocos dispondrían de la posibilidad de multiplicarse y fructificar”. El antiindividualismo primitivo es así considerado como esencialmente contradictorio en relación con el orden extenso que promueve el proceso civilizatorio burgués, cuya existencia depende ab origine de individuos dispuestos a superar sus impulsos naturales e instintivos, o sea, comunitaristas.
En rigor, el concepto de sociedad hayekiano coincide con la noción de proceso civilizatorio, y este último es expresión de una dinámica superadora de la mentalidad y el orden salvaje colectivista propio de las hordas primitivas. En su estadio tribal, el hombre no construye sociedades, sino apenas comunidades gregarias fundadas en principios atávicos. Superar ese estado es, desde la óptica hayekiana, la precondición necesaria para desarrollar un orden civilizado. De allí que ni el hombre primitivo pueda ser liberal, ni el liberalismo coincidir con el orden instintivo que domina las pequeñas agrupaciones de humanos en estado salvaje.
No existe sociedad sin liberalismo, no existe liberalismo sin sociedad. Así las cosas, los llamados Estados de Bienestar serán considerados por Hayek como “a-sociales”, en la medida en que acaban reconstruyendo la trama de una solidaridad comunitarista basada en un pretencioso altruismo igualitario y en un amenazador antiindividualismo propios de la lógica colectivista tribal: un orden que entra en franca contradicción con una sociedad competitiva y dinámica. La socialdemocracia y, de forma mucho menos disfrazada, el socialismo constituyen, desde la perspectiva de Hayek, concepciones primitivas y gregarias del orden social.
Sin embargo, el autor de Camino de servidumbre reconoce que la construcción de un orden civilizatorio nunca es producto de la voluntad ni del racionalismo prometeico de ciertos individuos (el fracaso de los regímenes comunistas y de los Estados de Bienestar serán, para él, una clara expresión de esto). La sociedad no es obra de la ingeniería mental de los hombres que se reconocen dispuestos a construirla. El orden extenso se fundamenta en una serie de normas regulatorias del comportamiento humano, plasmadas por la vía evolutiva (especialmente, las que hacen referencia al recto comportamiento, al respeto a las obligaciones asumidas, al intercambio, al comercio, a la competencia, al beneficio y a la inviolabilidad de la propiedad privada), las que generan tanto la íntima estructura de ese peculiar orden como el tamaño de la población actual. Tales esquemas normativos se basan en la tradición, el aprendizaje y la imitación más que en el instinto y consisten, fundamentalmente, en un conjunto de prohibiciones (“no se debe hacer tal cosa”), en virtud de las cuales quedan especificados los dominios privados de los distintos actores. La humanidad accedió a la civilización porque fue capaz de elaborar y de transmitir –mediante los procesos de aprendizaje– esos imprescindibles esquemas normativos (inicialmente limitados al entorno tribal, pero extendidos más tarde a espacios cada vez más amplios) que, por lo general, prohibían al hombre ceder a sus instintivas apetencias y cuya eficacia no dependía de la consensuada valoración de la realidad circundante. Esas normas constituyen una nueva y diferente moralidad dirigida a reprimir la “moral natural”, es decir, ese conjunto de instintos capaces de aglutinar a los seres humanos en agrupaciones reducidas, asegurando en ellas la cooperación, si bien a costa de entorpecer o bloquear su expansión (Hayek, 1990: 42-43).
El fragmento citado resume gran parte del contenido sustantivo que Hayek y los más destacados intelectuales neoliberales han atribuido al concepto de orden extenso de cooperación humana. A los efectos de definir mejor su contenido, me detendré en algunas de las dimensiones que lo caracterizan.
espontaneidad
evolutiva
El orden extenso de cooperación humana (o sea, la sociedad civilizada) es, por definición, un agrupamiento de individuos libres. Sin embargo, es fundamental en la perspectiva doctrinaria neoliberal aclarar que esto no implica que los individuos dispongan, en virtud de tal atributo, de una capacidad ilimitada de acción e intervención para transformar la sociedad en la cual viven según sus particulares intereses y demandas. El individualismo hayekiano no se fundamenta en una ciega confianza iluminista o, como se dijo, en una visión prometeica acerca de las habilidades y aptitudes individuales para interferir en el “normal y evolutivo” desarrollo del orden social. Por el contrario, este individualismo hace referencia a la existencia de una esfera de libertad inalienable de la cual los individuos deben gozar en todo régimen histórico civilizado. Esa esfera tiene límites evidentes: si los individuos fueran libres de cambiar la sociedad cómo y cuándo les viniera en gana, la propia esfera de la libertad individual estaría amenazada, en virtud de que no necesariamente todos los individuos aceptarían de buen grado o con la misma simpatía los cambios efectuados por otros que comparten con ellos el mismo orden social.
De allí que, para Hayek, el orden extenso de cooperación humana sea resultado de múltiples acciones individuales (en rigor, de la cooperación humana), actor que lo torna inmune a la voluntad arbitraria de algunos pocos dispuestos a torcer el desarrollo de su natural evolución. En tal sentido, una de las características más destacadas de dicho proceso evolutivo es la espontaneidad. El orden civilizatorio no sigue un plan predeterminado para su desarrollo; por el contrario, evoluciona de forma abierta a partir de un complejo proceso de ensayo y error, de la cooperación voluntaria entre individuos, del éxito y el fracaso de las acciones individuales, de las múltiples estrategias adaptativas de cada uno, de acuerdos y contratos siempre inestables entre personas que se disponen a realizar determinado tipo de intercambio, de deseos cumplidos o frustrados que remiten a voluntades en permanente construcción y evolución, de ajustes y desajustes mutuos. Por lo tanto, es imposible conocer el resultado o profetizar la dirección que asumirán esos intercambios: la espontaneidad es el requisito de armonía y equilibrio que precisa todo orden extenso de cooperación humana.
“Armonía” y “equilibrio” del orden extenso no significa que cada uno deba tener garantías preestablecidas para la satisfacción de su voluntad y sus deseos, sino la existencia de una esfera de intercambios abierta en la que cada uno pueda poner libremente en juego su voluntad y sus deseos sin la interferencia de otros, asumiendo el riesgo subyacente a toda acción individual, esto es, la posibilidad de ganar o de perder.
En la perspectiva doctrinaria hayekiana, los hombres pueden, por medio de su acción libre, cambiar –mejorar o empeorar– su propia situación en el mundo social. Sin embargo, la naturaleza espontánea del orden extenso de cooperación humana hace que este sea inmune a cualquier pretensión planificadora o racionalista. El sistema es “ordenado”, sin que esto presuponga la existencia de criterios “deliberados” de ordenamiento. Por tal motivo, desde la óptica neoliberal, fracasaron los Estados de Bienestar y, por eso, fracasarán siempre los socialismos.
En este contexto hay que entender la enfática crítica que formula Hayek a las perspectivas denominadas “constructivistas”. Según él, estas parten de un falso presupuesto: “[si] el hombre creó las instituciones de la sociedad y de la civilización, él debe ser capaz de modificarlas a voluntad para satisfacer sus deseos y anhelos” (Hayek, 1981: 3). Semejante posición comienza, dice Hayek, con Descartes, en la modernidad, y es desarrollada por Voltaire y los más conspicuos representantes de la Edad de la Razón, para luego ser llevada al paroxismo por el contractualismo rousseauniano. Contra toda pretensión racionalista, el autor de La fatal arrogancia tratará de demostrar con insistencia a lo largo de su obra filosófica que los hombres, en su conducta, nunca actúan guiados exclusivamente por su entendimiento de las relaciones causales entre medios conocidos y ciertos fines deseados, sino que también actúan guiados por normas de conducta de las cuales rara vez tienen conciencia, las que ciertamente no han inventado conscientemente, y […] distinguir la función y significación de esto es una tarea difícil y sólo parcialmente lograda por el esfuerzo científico (Hayek, 1981: 6).
Esa serie de reglas y normas, que no fueron deliberadamente construidas ni son necesariamente conocidas por todos, van ganando solidez en el largo, complejo y espontáneo proceso evolutivo del desarrollo histórico y orientan la acción de los individuos en las diferentes esferas sociales en las que deciden realizar sus intercambios y satisfacer sus necesidades. De este respeto depende la preservación del orden extenso de cooperación humana. En la propia dinámica evolutiva de dicho orden, ese conjunto de normas pasa por un riguroso proceso de selección natural “durante el cual grupos que lograron un orden más eficiente las sustituyeron […] por otras, a menudo sin saber a qué se debía su superioridad” (Hayek, 1981: 7).
Resulta importante destacar que la perspectiva evolucionista de Hayek, a pesar de ser profundamente antirracionalista, no niega al individuo una limitada capacidad de previsión y evaluación sobre su vida y sobre los acontecimientos sociales. Esta cuestión plantea al esquema analítico hayekiano un enorme problema argumentativo.
En efecto, si la imprevisión y el espontaneísmo fueran totales y absolutos, ¿cómo concluir que el keynesianismo, la socialdemocracia y el socialismo serán inexorablemente negativos para el bienestar de los individuos y condenarán siempre a nuestras sociedades a recorrer un dictatorial camino de servidumbre? Siendo fieles a la doctrina esencialista neoliberal, podríamos afirmar que keynesianos, socialdemócratas y socialistas han desempeñado un papel trágico en lo que se refiere a la construcción de una sociedad de hombres libres. Pero ¿cómo atribuir validez universal y perpetua a dicha observación? En su obra Los fundamentos de la libertad, el propio Hayek reconoce que “somos tan poco capaces de concebir lo que la civilización será o podrá ser de aquí a cien años, o incluso de aquí a veinticinco años, como nuestros antepasados medievales o incluso nuestros abuelos lo fueron para prever nuestra forma de vivir hoy” (Hayek, 1991: 42). Si aceptamos esta premisa, ¿cómo creerle cuando profetiza de forma vehemente acerca del destino que nos esperará si triunfa el colectivismo intervencionista? El anticonstructivismo hayekiano puede llegar, de esta manera, a transformarse en un verdadero contrasentido, capaz de negar sus propias previsiones proféticas, o, en el mejor de los casos, en una navaja de doble filo capaz de herir a quien se valga de ella para protegerse del “intelectualismo arrogante”. Hayek pretende dar respuesta, aunque de manera no muy convincente, a este dilema.
Pero para entender mejor sus argumentos, detengámonos antes en una caracterización más precisa del concepto de “acción individual”, pilar doctrinario del neoliberalismo esencialista.
esponla acción individual y la inexistencia de la sociedad
La conceptualización de la actividad individual tiene fundamental relevancia analítica para los autores de la llamada Escuela Austríaca, inaugurada por Carl Menger, su eficiente sucesor Eugen von Böhm-Bawerk y Friedrich von Wieser hacia fines del siglo XIX.
Una de las figuras más destacadas de esta postura teórica ha sido Ludwig von Mises, referencia central del campo doctrinario neoliberal y maestro de dos de sus exponentes más significativos: el propio Friedrich von Hayek y Murray Rothbard.
Mises ha sido, sin lugar a dudas, quien con más densidad y profundidad conceptual ha tratado la dimensión individual de la acción social en su monumental obra Human Action. A Treatise on Economics, publicada por primera vez en 1949.
Para él, la acción humana individual reviste una importancia central en los fenómenos sociales: fuera de la interacción establecida entre individuos que actúan, la sociedad carece de existencia real. El intelectual vienés reconocerá que el individuo vive y actúa en sociedad. Pero la sociedad no es más que esa combinación de esfuerzos individuales. La sociedad en sí no existe, a no ser a través de la acción de los individuos. Es una ilusión imaginarla fuera del ámbito de las acciones individuales. Hablar de una existencia autónoma e independiente de la sociedad, de su vida, su alma y sus acciones, es una metáfora que puede fácilmente conducir a errores groseros. (Mises, 1995a: 143; el resaltado es mío).
Margaret Thatcher repetiría esta observación años más tarde, en una alocución que dio rápidamente la vuelta al mundo.
Si la sociedad es una entidad sin existencia propia, la acción individual se convierte en el núcleo constituyente de todo intercambio, acuerdo, contrato o actividad institucional. En rigor, no podemos comprender nada de lo que acontece en la esfera de aquello que denominamos “sociedad” si soslayamos la acción humana que predetermina las interacciones entre las personas. Ahora bien, ¿es posible comprender la acción humana? La respuesta de Mises será cautelosa y compleja.
La acción humana, explica el teórico, puede ser comprendida si se la somete a un análisis riguroso y ajustado a ciertos criterios metodológicos que corresponden al campo de una ciencia específica: la praxeología, o teoría general de la acción humana. Uno de los componentes esenciales de esta disciplina, sostiene Mises, es la cataláctica, también denominada “teoría del orden de mercado”, esto es, de las relaciones de intercambio entre los individuos. La praxeología parte de una serie de presupuestos fundamentales, algunos de los cuales se describen a continuación:
1. Sólo la acción torna al hombre humano. Dicho de otro modo, el hombre no es sólo homo sapiens, sino también homo agens. De allí que: “Seres humanos que, por nacimiento o por defectos adquiridos, son irremediablemente incapaces de cualquier acción (en el estricto sentido del término y no sólo en el sentido legal), prácticamente no son humanos. Aunque las
leyes y la biología los consideren humanos, les falta la
característica esencial del hombre. El niño recién nacido tampoco es un ser agente. Todavía no recorrió el camino de la concepción hasta el pleno desarrollo de sus capacidades. Entre tanto, al final de esta evolución, se torna un ser agente” (Mises, 1995a: 15).
2. Los individuos “totales” son agentes, lo cual quiere decir que actúan con el objeto de satisfacer necesidades. El motor de la acción es la satisfacción de determinados deseos, que varían de individuo en individuo y escapan a cualquier tipo de pretensión normativa o estandarización: los deseos y las necesidades de cada uno son siempre individuales. La existencia de deseos colectivos sólo puede aceptarse, dirá Mises, en el terreno de las metáforas y de los usos figurados del lenguaje.
3. Como consecuencia de lo anterior, es posible afirmar que lo que mueve a los individuos a la acción es un estado de insatisfacción frente a determinadas circunstancias.
4. No existen criterios universales de satisfacción y confort. Cada individuo define mediante criterios, principios y valores propios e inalienables las cosas, situaciones o condiciones que le crean incomodidad y, con ello, voluntad para actuar. La búsqueda de la felicidad es el estímulo de la acción. Sin embargo, “nadie tiene condiciones para determinar lo que haría a alguien más feliz” (Mises, 1995a: 15).
5. La teoría general de la acción, la praxeología, se mantiene neutral e indiferente ante los criterios, principios y valores de los individuos. No juzga. Así, “sus conclusiones son válidas para todos los tipos de acción, independientemente de los objetivos pretendidos. Es una ciencia de los medios y no de los fines. Emplea el término felicidad en un sentido meramente formal [...]
[ya que] no implica ninguna afirmación sobre la situación de la cual el hombre espera obtener felicidad” (Mises, 1995a: 16).
6. En el actuar, el hombre controla sus instintos e impulsos. Aun cuando obre movido por la necesidad de satisfacer un instinto brutal, el individuo –a diferencia de los animales– puede elegir si insiste en realizar su deseo a pesar de las consecuencias que tal acción le acarreará. Las personas que, por diversos motivos, no pueden controlar sus impulsos están inhibidas de actuar (no son agentes) y, en consecuencia, no pueden ser consideradas plenamente humanas.
7. Al actuar, el hombre es siempre racional (“actuar racionalmente” es, entonces, una expresión redundante). No existe, por lo tanto, acción irracional, ya que esto supone una contradicción en los términos. Se trata, naturalmente, de una razón reductible al individuo y que no existe fuera de él. El objetivo final de la acción es siempre la satisfacción de algún deseo del agente hombre. En la medida en que nadie está en condiciones de sustituir los juicios de valor de un individuo por su propio juicio, es inútil o trivial hacer juicios acerca de los objetivos y de las voluntades de otras personas. Nadie puede afirmar qué hará más feliz o más infeliz a otro hombre. Aquel que critica nos informa acerca de lo que imagina que haría si estuviera en el lugar de su semejante, o bien está proclamando, con arrogancia dictatorial, qué comportamiento le resultaría más conveniente al otro (Mises, 1995a: 20).
8. La racionalidad de la acción no garantiza su éxito. En efecto, un individuo puede determinar racionalmente su deseo, actuar con la pretensión de satisfacerlo y fracasar en el intento. La falibilidad de la razón refleja la falibilidad de la acción humana. La sociedad progresa gracias a este mecanismo.
9. Fiel a las enseñanzas de la Escuela Austríaca, Mises afirma que la praxeología es esencialmente subjetivista. Los juicios y las acciones individuales son un dato y, como tal, dependen de criterios subjetivos que están por encima de cualquier deliberación o juicio colectivo, así como de cualquier evaluación científica o interferencia moral externa al propio individuo.
10. La acción presupone la existencia de relaciones de causa-efecto. El hombre actúa o deja de actuar porque reconoce la causalidad de los acontecimientos. Sin embargo, retomando el punto octavo, esto no garantiza a las personas ni el éxito ni la felicidad.
11. Las relaciones de causalidad permiten comprender, en la perspectiva praxeológica, cómo los individuos, en el transcurso de su acción, se mueven por un criterio de utilidad. Los agentes actúan para maximizar su felicidad y para minimizar su falta de confort: el utilitarismo guía sus procedimientos y elecciones. Para la teoría general de la acción humana, “utilidad” quiere decir: “importancia atribuida a alguna cosa en razón de su supuesta capacidad para reducir circunstancias incómodas” (Mises, 1995a: 120). La validez de dicho criterio utilitarista es también de índole individual. No todos los agentes atribuyen a los mismos acontecimientos igual grado de malestar, ni todos definen el mismo rumbo de acción ante semejantes o idénticas situaciones de infelicidad. Tampoco en este caso, la praxeología se preocupa por la coincidencia o no entre el valor de uso subjetivo que los individuos atribuyen a determinado bien y el supuesto valor de uso objetivo que dicho bien posee. Los criterios de utilidad y, en consecuencia, el valor atribuido por los individuos a determinados acontecimientos y bienes dependen de cada individuo.
Como veremos más adelante, existe un factor de conocimiento e ignorancia imponderable que incide en todo tipo de elección. Determinada acción puede maximizar la felicidad de un individuo, mientras que puede minimizar la de otro. En ambos casos, se ponen en juego experiencias y conocimientos acumulados.
También un determinado grado de ignorancia: la persona puede desconocer otras alternativas de acción u otros bienes que podrían permitirle un acceso más directo al ansiado bienestar. Para la praxeología, lo importante es que sólo el individuo tiene legítima soberanía sobre estas elecciones.
La pretensión de torcer el rumbo de las decisiones individuales (con la excusa de “ayudar” a determinados individuos a maximizar su felicidad evitando que se equivoquen) tendrá consecuencias siempre más riesgosas que los “errores” que eventualmente cada individuo pueda cometer en la implementación de sus opciones electivas. Este tipo de intervención, dirán los praxeólogos, es el preanuncio del totalitarismo, el comienzo de todo camino de servidumbre.
Llegados a este punto, estamos en mejores condiciones de comprender que, para Mises y otros exponentes del neoliberalismo, la mal llamada “esfera de la sociedad” no es otra cosa que el ámbito donde los individuos se reúnen voluntariamente para el ejercicio de su acción y la puesta en práctica de sus elecciones. En efecto, como queda claro en la posición de Hayek, la satisfacción de las necesidades individuales precisa del intercambio, ya que este constituye el mecanismo apropiado para la maximización de los beneficios. Individuos aislados no podrían realizar de forma plena su felicidad sin el concurso de acciones basadas en la cooperación.
La sociedad no existe. Existen los individuos que la crean, porque gracias a ella (y en ella) realizan sus fines particulares. Tal como afirma Ludwig von Mises:
Los factores fundamentales que permitieron la existencia de la cooperación, la sociedad y la civilización, y que transformaron el animal hombre en un ser humano, re siden en el hecho de que el trabajo efectuado mediante la división del trabajo es más productivo que el trabajo solitario, y en el hecho de que la razón humana es capaz de percibir esta verdad. Si no fuera por eso, los hombres habrían sido siempre enemigos mortales unos de otros, rivales irreconciliables en sus esfuerzos para asegurar una parte de los escasos recursos que la naturaleza ofrece como medio de subsistencia. Cada hombre sería forzado a ver a los otros como sus enemigos; su intenso deseo de satisfacer sus propios apetitos lo conduciría a un conflicto implacable con sus vecinos. Ningún sentimiento de simpatía podría florecer en tales condiciones. [...] En un mundo hipotético, donde la división del trabajo no aumentase la productividad, no habría sociedad. No habría cualquier sentimiento de benevolencia y de buena voluntad.
El principio de la división del trabajo es uno de los grandes principios del devenir cósmico y del cambio evolutivo
(Mises, 1995a: 144).
La contribución realizada por Mises en La acción humana no llega a resolver los problemas analíticos del espontaneísmo hayekiano y abre, por añadidura, no pocas dificultades argumentales. Analizar el papel atribuido a las nociones de conocimiento e ignorancia nos permitirá avanzar mejor por los laberintos de esta retórica.
Sobre la pedagogía
del desprecio
por el otro
Una de las premisas más notables del proyecto moderno ha sido concebir la educación como un medio fundamental para universalizar los saberes científicos y morales que nos ayudan a construir las bases de nuestra vida en común. La ciencia y los valores democráticos son así considerados un requisito indispensable para la construcción del bien común y la convivencia armónica, tolerante y pacífica entre los seres humanos. El optimismo pedagógico moderno ha sido, sin lugar a dudas, uno de los pilares fundamentales de toda aspiración a constituir una educación universal y pública para las masas, que las aleje de la ignorancia y, consecuentemente, las acerque a los beneficios del progreso. Desde esta perspectiva, el acceso a los conocimientos socialmente acumulados, el dominio de ciertas competencias cognitivas que permitan la intervención consciente y calificada en un mundo cada vez más complejo, así como el aprendizaje de normas y valores sobre los que se edifica una ética cívica y republicana, constituyen una necesidad pedagógica inexcusable si lo que se quiere es una sociedad basada en la libertad y el progreso colectivos. La educación nos ayuda a vivir juntos porque mediante ella se edifican las razones que nos unen y nos definen como comunidad. Los argumentos precedentes resultarían quizá más convincentes si no hubieran sido puestos bajo sospecha, nada menos que por quienes pretendieron ser, a mediados del siglo pasado, los herederos legítimos del pensamiento liberal sobre el que se edificó la promesa civilizatoria del republicanismo moderno. En efecto, una de las ofensivas intelectuales más poderosas (y probablemente exitosas) del último siglo ha sido la que llevó a cabo un conjunto de liberales ilustres dispuestos a descontaminar el pensamiento moderno de un supuesto colectivismo perverso, así como de las pretensiones racionalistas que no harían más que condenar a la libertad y a los derechos individuales a un mero dispositivo legal sin implicaciones efectivas. Durante los últimos cincuenta
años, a veces de manera silenciosa y no siempre gozando del beneplácito del mainstream académico occidental, estos intelectuales encabezaron una poderosa batalla teórica, o sea, política, contra los principios y las razones que justifican proyectos colectivos y universales y contra la constitución de sentidos y motivos compartidos que nos ayuden a cimentar sociedades más igualitarias y justas.
Poner lo común bajo sospecha, identificando toda aspiración a construir lo que nos pertenece y nos iguala como comunidad, esto es, lo público, como la causa de todos nuestros males y penurias, ha sido una de las mayores victorias del liberalismo de la segunda mitad del siglo XX, un liberalismo, como dirá R. Bellamy (1994), “neutralizado” y que ha conseguido centrifugar cualquier nostalgia igualitaria. La derrota de lo público, de lo común, ante la efervescencia supuestamente creativa del individualismo egoísta se ha gestado en el plano de las ideas y se ha consolidado en el plano político al imbricarse estrechamente en la vida cotidiana de nuestras sociedades. La teoría, dijo alguna vez Karl Marx, se vuelve una fuerza material muy efectiva una vez que se apodera de las masas.
Cuestionar lo común ha creado condiciones para promover políticas de desprestigio y debilitamiento de una de las instituciones fundamentales de todo orden democrático que aspire a sustentarse en la igualdad y la justicia social: la escuela pública y el derecho a la educación. El presente texto apunta a revisar las bases doctrinarias sobre las que se ha edificado la crítica del liberalismo tardío a toda búsqueda de un orden común, fundado en los derechos humanos universales, la igualdad y la justicia social. Denominaré “neoliberalismo” a este movimiento intelectual, y me concentraré en algunos de sus principios teóricos y metodológicos, sin vincularlo vis a vis con las administraciones o gobiernos neoliberales que han dominado los aparatos estatales de numerosos países, tanto industrializados como en vías de industrialización, a partir de los años setenta. Para llevar a cabo esta tarea, recurriré a los aportes de Friedrich von Hayek (1899-1992), Ludwig von Mises (1881-1973), Murray Rothbard (1926-1995) y, finalmente, Milton Friedman (1912-2006), sin lugar a dudas cuatro de los más prominentes representantes de esta corriente del pensamiento social contemporáneo.
la sociedad
como ilusión
Hayek y Mises consideraban que la civilización occidental y el liberalismo fundían y confundían sus fronteras. De tal forma, la crisis del liberalismo (o su amenaza) involucraría siempre, de manera inexorable, una crisis de la civilización occidental y una consecuente amenaza a su supervivencia. Desde esta perspectiva, el liberalismo constituye mucho más que una doctrina política. Se trata de una actitud espiritual que, como tal, puede ser reconocida a lo largo de todo el proceso de constitución histórica de la civilización occidental.
Para comprender mejor esta cuestión, es importante destacar que, en la obra hayekiana, existe una permanente contraposición, algunas veces explícita y otras implícita, entre un supuesto estadio primitivo del desarrollo humano y el orden civilizatorio actual, denominado por el intelectual austríaco “orden extenso de cooperación humana”. Dicha contraposición deriva de los fundamentos sobre los cuales se asienta cada tipo de orden histórico.
En tal sentido, el orden primitivo alcanza cohesión mediante el desarrollo del instinto y del espíritu gregario, una solidaridad comunitaria basada en la existencia de pequeños grupos, así como en un altruismo ingenuo fundado en el reconocimiento de que el individuo aislado carece de autonomía y capacidad de supervivencia.
De allí que Hayek considerara la mentalidad primitiva como prototípicamente antiindividualista, clánica y tribal. El individualismo primitivo hobbesiano no ha sido, de esta forma, otra cosa que un mito carente de todo asidero histórico. “Nunca se dio en nuestro planeta esa supuesta ‘guerra de todos contra to dos’”, sostuvo Hayek en su última obra, La fatal arrogancia. Los errores del socialismo.
Por el contrario, el orden extenso de cooperación humana (estadio superador del orden primitivo) encuentra su fundamento en la eliminación de las tendencias instintivas que promueven la solidaridad comunitarista y el altruismo tribal. El proceso civilizatorio (y, en consecuencia, el liberalismo que, como actitud espiritual, coincide con él) se funda en un rechazo elemental a cualquier forma de igualitarismo gregario. En palabras de Hayek, “un orden en el que todos tratasen a sus semejantes como a sí mismos desembocaría en un mundo en el que pocos dispondrían de la posibilidad de multiplicarse y fructificar”. El antiindividualismo primitivo es así considerado como esencialmente contradictorio en relación con el orden extenso que promueve el proceso civilizatorio burgués, cuya existencia depende ab origine de individuos dispuestos a superar sus impulsos naturales e instintivos, o sea, comunitaristas.
En rigor, el concepto de sociedad hayekiano coincide con la noción de proceso civilizatorio, y este último es expresión de una dinámica superadora de la mentalidad y el orden salvaje colectivista propio de las hordas primitivas. En su estadio tribal, el hombre no construye sociedades, sino apenas comunidades gregarias fundadas en principios atávicos. Superar ese estado es, desde la óptica hayekiana, la precondición necesaria para desarrollar un orden civilizado. De allí que ni el hombre primitivo pueda ser liberal, ni el liberalismo coincidir con el orden instintivo que domina las pequeñas agrupaciones de humanos en estado salvaje.
No existe sociedad sin liberalismo, no existe liberalismo sin sociedad. Así las cosas, los llamados Estados de Bienestar serán considerados por Hayek como “a-sociales”, en la medida en que acaban reconstruyendo la trama de una solidaridad comunitarista basada en un pretencioso altruismo igualitario y en un amenazador antiindividualismo propios de la lógica colectivista tribal: un orden que entra en franca contradicción con una sociedad competitiva y dinámica. La socialdemocracia y, de forma mucho menos disfrazada, el socialismo constituyen, desde la perspectiva de Hayek, concepciones primitivas y gregarias del orden social.
Sin embargo, el autor de Camino de servidumbre reconoce que la construcción de un orden civilizatorio nunca es producto de la voluntad ni del racionalismo prometeico de ciertos individuos (el fracaso de los regímenes comunistas y de los Estados de Bienestar serán, para él, una clara expresión de esto). La sociedad no es obra de la ingeniería mental de los hombres que se reconocen dispuestos a construirla. El orden extenso se fundamenta en una serie de normas regulatorias del comportamiento humano, plasmadas por la vía evolutiva (especialmente, las que hacen referencia al recto comportamiento, al respeto a las obligaciones asumidas, al intercambio, al comercio, a la competencia, al beneficio y a la inviolabilidad de la propiedad privada), las que generan tanto la íntima estructura de ese peculiar orden como el tamaño de la población actual. Tales esquemas normativos se basan en la tradición, el aprendizaje y la imitación más que en el instinto y consisten, fundamentalmente, en un conjunto de prohibiciones (“no se debe hacer tal cosa”), en virtud de las cuales quedan especificados los dominios privados de los distintos actores. La humanidad accedió a la civilización porque fue capaz de elaborar y de transmitir –mediante los procesos de aprendizaje– esos imprescindibles esquemas normativos (inicialmente limitados al entorno tribal, pero extendidos más tarde a espacios cada vez más amplios) que, por lo general, prohibían al hombre ceder a sus instintivas apetencias y cuya eficacia no dependía de la consensuada valoración de la realidad circundante. Esas normas constituyen una nueva y diferente moralidad dirigida a reprimir la “moral natural”, es decir, ese conjunto de instintos capaces de aglutinar a los seres humanos en agrupaciones reducidas, asegurando en ellas la cooperación, si bien a costa de entorpecer o bloquear su expansión (Hayek, 1990: 42-43).
El fragmento citado resume gran parte del contenido sustantivo que Hayek y los más destacados intelectuales neoliberales han atribuido al concepto de orden extenso de cooperación humana. A los efectos de definir mejor su contenido, me detendré en algunas de las dimensiones que lo caracterizan.
espontaneidad
evolutiva
El orden extenso de cooperación humana (o sea, la sociedad civilizada) es, por definición, un agrupamiento de individuos libres. Sin embargo, es fundamental en la perspectiva doctrinaria neoliberal aclarar que esto no implica que los individuos dispongan, en virtud de tal atributo, de una capacidad ilimitada de acción e intervención para transformar la sociedad en la cual viven según sus particulares intereses y demandas. El individualismo hayekiano no se fundamenta en una ciega confianza iluminista o, como se dijo, en una visión prometeica acerca de las habilidades y aptitudes individuales para interferir en el “normal y evolutivo” desarrollo del orden social. Por el contrario, este individualismo hace referencia a la existencia de una esfera de libertad inalienable de la cual los individuos deben gozar en todo régimen histórico civilizado. Esa esfera tiene límites evidentes: si los individuos fueran libres de cambiar la sociedad cómo y cuándo les viniera en gana, la propia esfera de la libertad individual estaría amenazada, en virtud de que no necesariamente todos los individuos aceptarían de buen grado o con la misma simpatía los cambios efectuados por otros que comparten con ellos el mismo orden social.
De allí que, para Hayek, el orden extenso de cooperación humana sea resultado de múltiples acciones individuales (en rigor, de la cooperación humana), actor que lo torna inmune a la voluntad arbitraria de algunos pocos dispuestos a torcer el desarrollo de su natural evolución. En tal sentido, una de las características más destacadas de dicho proceso evolutivo es la espontaneidad. El orden civilizatorio no sigue un plan predeterminado para su desarrollo; por el contrario, evoluciona de forma abierta a partir de un complejo proceso de ensayo y error, de la cooperación voluntaria entre individuos, del éxito y el fracaso de las acciones individuales, de las múltiples estrategias adaptativas de cada uno, de acuerdos y contratos siempre inestables entre personas que se disponen a realizar determinado tipo de intercambio, de deseos cumplidos o frustrados que remiten a voluntades en permanente construcción y evolución, de ajustes y desajustes mutuos. Por lo tanto, es imposible conocer el resultado o profetizar la dirección que asumirán esos intercambios: la espontaneidad es el requisito de armonía y equilibrio que precisa todo orden extenso de cooperación humana.
“Armonía” y “equilibrio” del orden extenso no significa que cada uno deba tener garantías preestablecidas para la satisfacción de su voluntad y sus deseos, sino la existencia de una esfera de intercambios abierta en la que cada uno pueda poner libremente en juego su voluntad y sus deseos sin la interferencia de otros, asumiendo el riesgo subyacente a toda acción individual, esto es, la posibilidad de ganar o de perder.
En la perspectiva doctrinaria hayekiana, los hombres pueden, por medio de su acción libre, cambiar –mejorar o empeorar– su propia situación en el mundo social. Sin embargo, la naturaleza espontánea del orden extenso de cooperación humana hace que este sea inmune a cualquier pretensión planificadora o racionalista. El sistema es “ordenado”, sin que esto presuponga la existencia de criterios “deliberados” de ordenamiento. Por tal motivo, desde la óptica neoliberal, fracasaron los Estados de Bienestar y, por eso, fracasarán siempre los socialismos.
En este contexto hay que entender la enfática crítica que formula Hayek a las perspectivas denominadas “constructivistas”. Según él, estas parten de un falso presupuesto: “[si] el hombre creó las instituciones de la sociedad y de la civilización, él debe ser capaz de modificarlas a voluntad para satisfacer sus deseos y anhelos” (Hayek, 1981: 3). Semejante posición comienza, dice Hayek, con Descartes, en la modernidad, y es desarrollada por Voltaire y los más conspicuos representantes de la Edad de la Razón, para luego ser llevada al paroxismo por el contractualismo rousseauniano. Contra toda pretensión racionalista, el autor de La fatal arrogancia tratará de demostrar con insistencia a lo largo de su obra filosófica que los hombres, en su conducta, nunca actúan guiados exclusivamente por su entendimiento de las relaciones causales entre medios conocidos y ciertos fines deseados, sino que también actúan guiados por normas de conducta de las cuales rara vez tienen conciencia, las que ciertamente no han inventado conscientemente, y […] distinguir la función y significación de esto es una tarea difícil y sólo parcialmente lograda por el esfuerzo científico (Hayek, 1981: 6).
Esa serie de reglas y normas, que no fueron deliberadamente construidas ni son necesariamente conocidas por todos, van ganando solidez en el largo, complejo y espontáneo proceso evolutivo del desarrollo histórico y orientan la acción de los individuos en las diferentes esferas sociales en las que deciden realizar sus intercambios y satisfacer sus necesidades. De este respeto depende la preservación del orden extenso de cooperación humana. En la propia dinámica evolutiva de dicho orden, ese conjunto de normas pasa por un riguroso proceso de selección natural “durante el cual grupos que lograron un orden más eficiente las sustituyeron […] por otras, a menudo sin saber a qué se debía su superioridad” (Hayek, 1981: 7).
Resulta importante destacar que la perspectiva evolucionista de Hayek, a pesar de ser profundamente antirracionalista, no niega al individuo una limitada capacidad de previsión y evaluación sobre su vida y sobre los acontecimientos sociales. Esta cuestión plantea al esquema analítico hayekiano un enorme problema argumentativo.
En efecto, si la imprevisión y el espontaneísmo fueran totales y absolutos, ¿cómo concluir que el keynesianismo, la socialdemocracia y el socialismo serán inexorablemente negativos para el bienestar de los individuos y condenarán siempre a nuestras sociedades a recorrer un dictatorial camino de servidumbre? Siendo fieles a la doctrina esencialista neoliberal, podríamos afirmar que keynesianos, socialdemócratas y socialistas han desempeñado un papel trágico en lo que se refiere a la construcción de una sociedad de hombres libres. Pero ¿cómo atribuir validez universal y perpetua a dicha observación? En su obra Los fundamentos de la libertad, el propio Hayek reconoce que “somos tan poco capaces de concebir lo que la civilización será o podrá ser de aquí a cien años, o incluso de aquí a veinticinco años, como nuestros antepasados medievales o incluso nuestros abuelos lo fueron para prever nuestra forma de vivir hoy” (Hayek, 1991: 42). Si aceptamos esta premisa, ¿cómo creerle cuando profetiza de forma vehemente acerca del destino que nos esperará si triunfa el colectivismo intervencionista? El anticonstructivismo hayekiano puede llegar, de esta manera, a transformarse en un verdadero contrasentido, capaz de negar sus propias previsiones proféticas, o, en el mejor de los casos, en una navaja de doble filo capaz de herir a quien se valga de ella para protegerse del “intelectualismo arrogante”. Hayek pretende dar respuesta, aunque de manera no muy convincente, a este dilema.
Pero para entender mejor sus argumentos, detengámonos antes en una caracterización más precisa del concepto de “acción individual”, pilar doctrinario del neoliberalismo esencialista.
esponla acción individual y la inexistencia de la sociedad
La conceptualización de la actividad individual tiene fundamental relevancia analítica para los autores de la llamada Escuela Austríaca, inaugurada por Carl Menger, su eficiente sucesor Eugen von Böhm-Bawerk y Friedrich von Wieser hacia fines del siglo XIX.
Una de las figuras más destacadas de esta postura teórica ha sido Ludwig von Mises, referencia central del campo doctrinario neoliberal y maestro de dos de sus exponentes más significativos: el propio Friedrich von Hayek y Murray Rothbard.
Mises ha sido, sin lugar a dudas, quien con más densidad y profundidad conceptual ha tratado la dimensión individual de la acción social en su monumental obra Human Action. A Treatise on Economics, publicada por primera vez en 1949.
Para él, la acción humana individual reviste una importancia central en los fenómenos sociales: fuera de la interacción establecida entre individuos que actúan, la sociedad carece de existencia real. El intelectual vienés reconocerá que el individuo vive y actúa en sociedad. Pero la sociedad no es más que esa combinación de esfuerzos individuales. La sociedad en sí no existe, a no ser a través de la acción de los individuos. Es una ilusión imaginarla fuera del ámbito de las acciones individuales. Hablar de una existencia autónoma e independiente de la sociedad, de su vida, su alma y sus acciones, es una metáfora que puede fácilmente conducir a errores groseros. (Mises, 1995a: 143; el resaltado es mío).
Margaret Thatcher repetiría esta observación años más tarde, en una alocución que dio rápidamente la vuelta al mundo.
Si la sociedad es una entidad sin existencia propia, la acción individual se convierte en el núcleo constituyente de todo intercambio, acuerdo, contrato o actividad institucional. En rigor, no podemos comprender nada de lo que acontece en la esfera de aquello que denominamos “sociedad” si soslayamos la acción humana que predetermina las interacciones entre las personas. Ahora bien, ¿es posible comprender la acción humana? La respuesta de Mises será cautelosa y compleja.
La acción humana, explica el teórico, puede ser comprendida si se la somete a un análisis riguroso y ajustado a ciertos criterios metodológicos que corresponden al campo de una ciencia específica: la praxeología, o teoría general de la acción humana. Uno de los componentes esenciales de esta disciplina, sostiene Mises, es la cataláctica, también denominada “teoría del orden de mercado”, esto es, de las relaciones de intercambio entre los individuos. La praxeología parte de una serie de presupuestos fundamentales, algunos de los cuales se describen a continuación:
1. Sólo la acción torna al hombre humano. Dicho de otro modo, el hombre no es sólo homo sapiens, sino también homo agens. De allí que: “Seres humanos que, por nacimiento o por defectos adquiridos, son irremediablemente incapaces de cualquier acción (en el estricto sentido del término y no sólo en el sentido legal), prácticamente no son humanos. Aunque las
leyes y la biología los consideren humanos, les falta la
característica esencial del hombre. El niño recién nacido tampoco es un ser agente. Todavía no recorrió el camino de la concepción hasta el pleno desarrollo de sus capacidades. Entre tanto, al final de esta evolución, se torna un ser agente” (Mises, 1995a: 15).
2. Los individuos “totales” son agentes, lo cual quiere decir que actúan con el objeto de satisfacer necesidades. El motor de la acción es la satisfacción de determinados deseos, que varían de individuo en individuo y escapan a cualquier tipo de pretensión normativa o estandarización: los deseos y las necesidades de cada uno son siempre individuales. La existencia de deseos colectivos sólo puede aceptarse, dirá Mises, en el terreno de las metáforas y de los usos figurados del lenguaje.
3. Como consecuencia de lo anterior, es posible afirmar que lo que mueve a los individuos a la acción es un estado de insatisfacción frente a determinadas circunstancias.
4. No existen criterios universales de satisfacción y confort. Cada individuo define mediante criterios, principios y valores propios e inalienables las cosas, situaciones o condiciones que le crean incomodidad y, con ello, voluntad para actuar. La búsqueda de la felicidad es el estímulo de la acción. Sin embargo, “nadie tiene condiciones para determinar lo que haría a alguien más feliz” (Mises, 1995a: 15).
5. La teoría general de la acción, la praxeología, se mantiene neutral e indiferente ante los criterios, principios y valores de los individuos. No juzga. Así, “sus conclusiones son válidas para todos los tipos de acción, independientemente de los objetivos pretendidos. Es una ciencia de los medios y no de los fines. Emplea el término felicidad en un sentido meramente formal [...]
[ya que] no implica ninguna afirmación sobre la situación de la cual el hombre espera obtener felicidad” (Mises, 1995a: 16).
6. En el actuar, el hombre controla sus instintos e impulsos. Aun cuando obre movido por la necesidad de satisfacer un instinto brutal, el individuo –a diferencia de los animales– puede elegir si insiste en realizar su deseo a pesar de las consecuencias que tal acción le acarreará. Las personas que, por diversos motivos, no pueden controlar sus impulsos están inhibidas de actuar (no son agentes) y, en consecuencia, no pueden ser consideradas plenamente humanas.
7. Al actuar, el hombre es siempre racional (“actuar racionalmente” es, entonces, una expresión redundante). No existe, por lo tanto, acción irracional, ya que esto supone una contradicción en los términos. Se trata, naturalmente, de una razón reductible al individuo y que no existe fuera de él. El objetivo final de la acción es siempre la satisfacción de algún deseo del agente hombre. En la medida en que nadie está en condiciones de sustituir los juicios de valor de un individuo por su propio juicio, es inútil o trivial hacer juicios acerca de los objetivos y de las voluntades de otras personas. Nadie puede afirmar qué hará más feliz o más infeliz a otro hombre. Aquel que critica nos informa acerca de lo que imagina que haría si estuviera en el lugar de su semejante, o bien está proclamando, con arrogancia dictatorial, qué comportamiento le resultaría más conveniente al otro (Mises, 1995a: 20).
8. La racionalidad de la acción no garantiza su éxito. En efecto, un individuo puede determinar racionalmente su deseo, actuar con la pretensión de satisfacerlo y fracasar en el intento. La falibilidad de la razón refleja la falibilidad de la acción humana. La sociedad progresa gracias a este mecanismo.
9. Fiel a las enseñanzas de la Escuela Austríaca, Mises afirma que la praxeología es esencialmente subjetivista. Los juicios y las acciones individuales son un dato y, como tal, dependen de criterios subjetivos que están por encima de cualquier deliberación o juicio colectivo, así como de cualquier evaluación científica o interferencia moral externa al propio individuo.
10. La acción presupone la existencia de relaciones de causa-efecto. El hombre actúa o deja de actuar porque reconoce la causalidad de los acontecimientos. Sin embargo, retomando el punto octavo, esto no garantiza a las personas ni el éxito ni la felicidad.
11. Las relaciones de causalidad permiten comprender, en la perspectiva praxeológica, cómo los individuos, en el transcurso de su acción, se mueven por un criterio de utilidad. Los agentes actúan para maximizar su felicidad y para minimizar su falta de confort: el utilitarismo guía sus procedimientos y elecciones. Para la teoría general de la acción humana, “utilidad” quiere decir: “importancia atribuida a alguna cosa en razón de su supuesta capacidad para reducir circunstancias incómodas” (Mises, 1995a: 120). La validez de dicho criterio utilitarista es también de índole individual. No todos los agentes atribuyen a los mismos acontecimientos igual grado de malestar, ni todos definen el mismo rumbo de acción ante semejantes o idénticas situaciones de infelicidad. Tampoco en este caso, la praxeología se preocupa por la coincidencia o no entre el valor de uso subjetivo que los individuos atribuyen a determinado bien y el supuesto valor de uso objetivo que dicho bien posee. Los criterios de utilidad y, en consecuencia, el valor atribuido por los individuos a determinados acontecimientos y bienes dependen de cada individuo.
Como veremos más adelante, existe un factor de conocimiento e ignorancia imponderable que incide en todo tipo de elección. Determinada acción puede maximizar la felicidad de un individuo, mientras que puede minimizar la de otro. En ambos casos, se ponen en juego experiencias y conocimientos acumulados.
También un determinado grado de ignorancia: la persona puede desconocer otras alternativas de acción u otros bienes que podrían permitirle un acceso más directo al ansiado bienestar. Para la praxeología, lo importante es que sólo el individuo tiene legítima soberanía sobre estas elecciones.
La pretensión de torcer el rumbo de las decisiones individuales (con la excusa de “ayudar” a determinados individuos a maximizar su felicidad evitando que se equivoquen) tendrá consecuencias siempre más riesgosas que los “errores” que eventualmente cada individuo pueda cometer en la implementación de sus opciones electivas. Este tipo de intervención, dirán los praxeólogos, es el preanuncio del totalitarismo, el comienzo de todo camino de servidumbre.
Llegados a este punto, estamos en mejores condiciones de comprender que, para Mises y otros exponentes del neoliberalismo, la mal llamada “esfera de la sociedad” no es otra cosa que el ámbito donde los individuos se reúnen voluntariamente para el ejercicio de su acción y la puesta en práctica de sus elecciones. En efecto, como queda claro en la posición de Hayek, la satisfacción de las necesidades individuales precisa del intercambio, ya que este constituye el mecanismo apropiado para la maximización de los beneficios. Individuos aislados no podrían realizar de forma plena su felicidad sin el concurso de acciones basadas en la cooperación.
La sociedad no existe. Existen los individuos que la crean, porque gracias a ella (y en ella) realizan sus fines particulares. Tal como afirma Ludwig von Mises:
Los factores fundamentales que permitieron la existencia de la cooperación, la sociedad y la civilización, y que transformaron el animal hombre en un ser humano, re siden en el hecho de que el trabajo efectuado mediante la división del trabajo es más productivo que el trabajo solitario, y en el hecho de que la razón humana es capaz de percibir esta verdad. Si no fuera por eso, los hombres habrían sido siempre enemigos mortales unos de otros, rivales irreconciliables en sus esfuerzos para asegurar una parte de los escasos recursos que la naturaleza ofrece como medio de subsistencia. Cada hombre sería forzado a ver a los otros como sus enemigos; su intenso deseo de satisfacer sus propios apetitos lo conduciría a un conflicto implacable con sus vecinos. Ningún sentimiento de simpatía podría florecer en tales condiciones. [...] En un mundo hipotético, donde la división del trabajo no aumentase la productividad, no habría sociedad. No habría cualquier sentimiento de benevolencia y de buena voluntad.
El principio de la división del trabajo es uno de los grandes principios del devenir cósmico y del cambio evolutivo
(Mises, 1995a: 144).
La contribución realizada por Mises en La acción humana no llega a resolver los problemas analíticos del espontaneísmo hayekiano y abre, por añadidura, no pocas dificultades argumentales. Analizar el papel atribuido a las nociones de conocimiento e ignorancia nos permitirá avanzar mejor por los laberintos de esta retórica.
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