Ya sabemos lo suficiente
Por Juan Forn (P/12)
Cuando el sueco Sven Lindqvist era chico, su abuela vivía con ellos. La abuela olía mal y era cachivachera. Creyendo que el olor provenía de las cosas que acumulaba bajo su cama, la madre de Lindqvist hacía periódicas incursiones de expropiación al cuarto de la anciana. Lindqvist se adelantaba a su madre y se sumergía debajo de aquella cama para salvar lo que pudiese de aquellas requisas, y después le devolvía el botín a su abuela. Uno de sus rescates era un libro que aterraba a Lindqvist: el relato del sacerdote Edward Sjöblom sobre sus experiencias como misionero en el Congo, donde decía que el látigo de piel de hipopótamo era la herramienta principal en el trato con los nativos. A veces los azotaba hasta caer vencido por la fiebre y los mismos azotados cuidaban de él hasta que podía incorporarse de nuevo y hacer silbar el látigo otra vez.
Los padres suecos tuvieron hasta 1966 derecho legal a azotar a sus hijos. Cuando los niños suecos se portaban mal, sus madres los llevaban al bosque más cercano a elegir una rama de abedul, que probaban dando cortos latigazos en el aire. Volvían con ella y el niño hasta la casa y esperaban que el padre regresara del trabajo. Algunos recordarán el tormento al que sometía el señor Arlt a su hijo Roberto: le anunciaba por la noche que a la mañana siguiente lo castigaría; el insomnio nocturno agigantaba el castigo. El padre de Lindqvist no era peor: informado por la madre de los sucesos del día, entraba en la habitación, preguntaba al hijo si era cierto lo que había oído y procedía a azotarlo. Al principio era evidente para el niño que el padre administraba el castigo a su pesar. Pero a partir de cierto umbral, el hijo empezaba a oír, en la manera en que respiraba su padre, que la incomodidad se iba convirtiendo en una rabia que lo hacía azotar con más fuerza de la que se proponía. En un poema a su padre, Juan Gelman le pregunta: “¿Qué castigabas cuando me castigabas a mí?”.No sólo misioneros suecos participaron de aquella gesta civilizadora en el Congo. También lo hizo un marino polaco de apellido Korzeniowski, más conocido por el seudónimo que usó en sus libros: Joseph Conrad. Siete años después de aquella experiencia, Conrad escribió El corazón de las tinieblas, que culmina con un informe escrito con pulso tembloroso y enajenado por el coronel Kurtz desde el corazón de la selva a los jerarcas de la Compañía en Bélgica, anunciándoles el advenimiento de “el horror, el horror”. El educador más importante de ese tiempo, Herbert Spencer, sostenía que “todos los seres vivientes progresan mediante el castigo”. El primer ministro inglés, Lord Salisbury, combinó famosamente esa idea pedagógica con la teoría evolucionista de Darwin y declaró famosamente: “El mundo puede ser dividido en naciones vivientes y naciones que desaparecen. Es natural que las naciones vivientes se vayan apropiando de los territorios de las que van sucumbiendo”.
Y si no sucumbían solas, ellos se encargaban de darles una pequeña ayudita: el propio Darwin recuerda con asco, mientras escribe El origen del hombre, sus días en la Patagonia en que asistió escandalizado a “la brutalidad de la caza del hombre en la Argentina, en la guerra contra el indio”. Enterado en Inglaterra de la gesta de Roca (contemporánea de la gesta del Congo en Africa), anota en su diario: “Están convencidos de que es una guerra justiciera porque se lucha contra los bárbaros. Los terrenos liberados se reparten entre los vencedores”. Por la misma época en que Conrad publica El corazón de las tinieblas escribe a sus amigos Wells y Cunnighame Graham: “El honor, la justicia, la compasión, la libertad, son ideas que no tienen creyentes verdaderos. Existen tan sólo hombres que, sin saber entender o sentir, se embriagan con palabras, las repiten a gritos, se imaginan que creen en ellas, sin regirse por otra cosa que el lucro, la ventaja personal, la vanidad”.
Cuando los ingleses inventaron la bala dum-dum, el proyectil fue prohibido entre Estados civilizados: sólo se permitía su uso para la caza mayor y para las guerras coloniales, porque “los salvajes” a veces seguían vivos después de haber sido alcanzados por cuatro o cinco proyectiles comunes. La bala dum-dum es una bala de punta hueca que multiplica su efecto: estalla dentro del cuerpo luego de hacer impacto en él. Europa inventó la bala dum-dum y le estalló adentro cincuenta años después: Hitler en Mein Kampf elabora su plan de conquista imitando la operatoria del imperio inglés (“El obvio requisito que necesita la raza germana para asegurar su subsistencia es extenderse: tal como Inglaterra se expandió por mar, Alemania debe expandirse por tierra”). La orden del día era la misma, en los tiempos de la reina Victoria y Leopoldo de Bélgica y en los tiempos de Hitler: “Dejad morir a aquellos a quienes las leyes del progreso se lo ordenan”. Sólo que ahora los salvajes estaban en Europa y definían qué razas y naciones debían sucumbir “para hacer lugar”. Hitler sostuvo siempre que empezó la guerra para dar más tierras de labranza a los ciudadanos alemanes. Veinte años después de esa guerra, los Estados europeos empezaron a pagar a sus campesinos para que dejasen de trabajar el campo.
“Lector, ya sabes lo suficiente. Yo también lo sé. No es conocimiento lo que nos falta. Lo que nos falta es el coraje para darnos cuenta de lo que ya sabemos y sacar conclusiones”, es la formidable frase que Sven Lindqvist nos tira en la cara en su formidable libro Exterminad a todos los salvajes. La dice al empezar y la repite al final, para que no nos queden dudas. Hay una edición cara, española, del libro de Lindqvist dando vueltas por librerías-boutique del continente e Internet, pero para cualquiera que quiera leerlo en nuestro país, lo publicó la Oficina de Publicaciones del CBC de la UBA. Hay en nuestra bendita universidad pública argentina un profesor llamado Carlos Berbeglia, que puso a disposición de todos los pibes que quieren entrar en la facultad este libro ejemplar. Ignoro si fue alguna vez o si sigue siendo de lectura obligatoria. Sólo sé que cuesta quince pesos y que fue por influjo de un periodista y docente patagónico de ascendencia sueca, llamado Carlos Kristensen, que se publicó el libro. El propio Kristensen, que había sufrido persecución y cárcel durante la dictadura militar, se encargó de traducirlo. Robándole horas al sueño y a la debilidad, por puro imperativo moral, lo tradujo y peregrinó para que se publicara. No llegó a verlo impreso: murió el 19 de marzo de 1996, horas antes de que su traducción entrara en imprenta. Pero me gusta pensar que en el ancho espectro de egresados de la universidad pública argentina hay unos cuantos que leyeron ese libro y no lo han olvidado y algún día eso hará una diferencia en nuestro país y entonces Carlos Kristensen descansará, por fin, en paz.
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