Escribir la realidad y la ficción
Publicado el 5 de Febrero de 2012Por
La autora de Antonio Di Benedetto periodista habla del costado menos conocido del autor de Zama, su carrera periodística como subdirector del diario Los Andes de Mendoza. También de la cárcel y la tortura que padeció durante la última dictadura militar sin que nunca supiera bien por qué.
El escritor tiene fantasía en la cabeza. El periodista tiene conciencia de los hechos, no por él mismo, sino porque se le dan. (…) la literatura es verdadera si nos agarra como seres agónicos, si no nos hace creer que somos superhombres, si nos hace ver que somos débiles (…) Este es el rincón de la vida que se llama literatura y no debe ser confundido con la literatura periodística, que ya no desecho. Lo que rechazo es la confusión entre la una y la otra. Por culpa de esa confusión nos hemos sublimado demasiado. Como somos hechos a imagen y semejanza creemos que somos diositos”, le dijo Antonio Di Benedetto a Rodolfo Braceli durante una entrevista que se publicó en la revista Gente en 1972. Y agregó: “No es para tanto. En realidad debemos enfrentarnos con las más pequeñas traiciones, con la infidelidad, con las deslealtades.”
Sentada en un bar durante una siesta de verano sofocante, la periodista Natalia Gelós comenta que en la obra de los escritores muchas veces aparecen cifrados algunos detalles de ficción que, más tarde, terminan siendo contundentes en sus vidas. Y recuerda la escena inicial de Zama (1956), ese mono muerto que no puede irse ni quedarse, enredado entre los palos de un muelle, en el agua que lo impulsa. “De algún modo, Di Benedetto también se sintió preso de una tragedia que nunca terminó de comprender”, dice.
Comenzó su investigación fascinada por la trilogía de novelas que forman ese “Zama” junto a El silenciero (1964) y Los suicidas (1969). “El periodismo es una excusa para escribir de otros y satisfacer la curiosidad propia”, opina Natalia, que se recibió de licenciada en Comunicación Social en La Plata y que obtuvo su master en periodismo otorgado por la Universidad de San Andrés y el diario Clarín con una tesis que fue el germen de su libro: Antonio Di Benedetto periodista (una historia que pone en tela de juicio el rol de la profesión), editado por Capital Intelectual. Todo empezó en 2005, cuando entrevistó a la escritora y ensayista Jimena Néspolo, autora de la biografía intelectual de Di Benedetto Ejercicios de pudor (editada por Adriana Hidalgo, al igual que la mayor parte de la obra del escritor mendocino), ante el estreno de una versión cinematográfica de Los Suicidas, dirigida por Juan Villegas. Por esa novela, en 1967 Di Benedetto había ganado la primera mención del premio Primera Plana-Editorial Sudamericana por dictamen de un jurado que integraron Gabriel García Márquez, Leopoldo Marechal y Augusto Roa Bastos. Pero hubo otro detalle que a Natalia le llamó la atención: el mismo año que gana ese premio, Di Benedetto asume como secretario de redacción del diario mendocino Los Andes. “Poco tiempo después se transformó en subdirector. ‘Subdirector, pero con funciones de director’, aclaraba él. Porque ese era el puesto jerárquico más alto ya que el de director quedó vacante, una especie de homenaje post mortem al hijo del fundador del diario, Felipe Calle.”
La madrugada del 24 de marzo de 1976, con el anuncio del golpe aún tibio, un grupo de uniformados entró en Los Andes y con una orden de arresto, se llevó a Di Benedetto. Fue alojado en el Liceo Militar y luego lo trasladaron a la Unidad Nº 9 del Servicio Penitenciario Bonaerense en La Plata. Recuperó su libertad en el invierno de 1977. Pero ya era otro hombre. ¿Cómo fue su vínculo con el periodismo? ¿Cómo fue su padecimiento en la dictadura? ¿Qué cosas se modificaron en su vida y en su obra a partir de entonces? Esas fueron las preguntas iniciales que alentaron la escritura de este libro. Además de material de archivo rastreado en diarios y revistas y libros, Natalia entrevistó a más de 50 personas vinculadas a Di Benedetto que dieron testimonio y ayudaron a construir un perfil pleno de matices. Como el de su hija Luz, que vive en los Estados Unidos y que mantuvo un vínculo complejo con ese padre pulcrísimo con sentido del humor cáustico, que pasaba los días en el diario para supervisar hasta la última coma mientras escondía en los cajones algunas cartas de mujeres que no eran la madre de la chica. La investigación se completa con fuentes consultadas en organismos gubernamentales y de Derechos Humanos, para buscar pistas de una detención cuyas causas (difusas, claro) obsesionaron a Di Benedetto hasta su muerte, en 1986. También incluye un dossier de textos periodísticos que el escritor publicó en Los Andes, La Prensa, Clarín y La Nación.
–¿Cómo era Di Benedetto al frente del diario?
–Era un hombre recto, temido y respetado. No tenía reparos en decir las cosas como las pensaba y en juzgar a la gente en función de lo que creía debía ser un periodista; es decir una persona formada con verdadera vocación. Era un convencido de respetar la supuesta objetividad, de buscar el justo medio, tal como decía en sus clases porque durante cinco años estuvo al frente de la cátedra de Redacción Periodística en la Escuela Superior de Periodismo de Mendoza. Creía en el concepto de “hacer hablar a las dos campanas” y eso se notaba en el diario que llevaba. Por otro lado, alentaba mucho a los periodistas jóvenes si veía que estaban interesados en el oficio. Y sobre todo, si leían. En esto acuerdan los testimonios de Braceli, Alberto Atienza, Carlos Suárez o Raúl Silanes también. Él asegura que Di Benedetto lo forjó como escritor, no sólo en cuestiones formales sino también en el carácter. Le decía, por ejemplo, que no tenía que ir a las presentaciones de libros si no le interesaban o construirse una vida de figura pública. De hecho, era raro que el mismo Di Benedetto participara de fiestas o eventos de ese tipo. De todos modos, era imposible que no se destacara mientras obtenía premios o viajaba al exterior (estuvo estudiando en La Sorbona y fue enviado especial de Los Andes y La Prensa en países de América Latina, Europa y África). Es decir, era una figura que conjugaba prestigio y poder. Lógicamente, eso generaba resquemores.
–¿Cuál era su vínculo con la política?
–En términos orgánicos, ninguno. Él decía que adhería a la política de Alfredo Palacios y no mucho más. Ciertas versiones lo ligan a ERP o Montoneros pero las personas que lo conocían dicen que no es posible. Por un lado, era antiperonista y no muy afecto a estructuras piramidales donde debiera cumplir órdenes. Supongo que si hubiese militado, él mismo se hubiese encargado de decirlo por su compromiso con la verdad. Esa misma ética lo llevó a publicar noticias que ponían en evidencia el accionar criminal de las organizaciones militares en todas sus formas. En 1973, por ejemplo, autorizó la publicación de un complot del Frente Nacionalista Patria y Libertad, que operó con militares chilenos y la venia de los argentinos, para derrocar a Salvador Allende. En 1975, durante una comida en la Guarnición Militar de Mendoza, pidió la libertad de Jorge Bonnardel, periodista de Los Andes, detenido. Cuando le respondieron con argumentos sobre la situación del país él les dijo: “los militares son tan brutos que difícilmente comprendan esta situación.” Muchos de los entrevistados creen que ese fue el primer paso hacia su detención. En el verano de 1976, Ledda Muñoz se presentó ante los militares mendocinos con una nota de tapa que revelaba dónde estaba detenido su hijo Alberto, de acuerdo a una información publicada por El Andino, la versión vespertina de Los Andes. No lo soltaron, pero no pudieron negar su detención y eso, dice Ledda, le salvó la vida a su hijo. Si bien, retrospectivamente, todo pareciera debatirse entre quienes tuvieron una militancia y quienes no, otra opción fue la suya, que decidió no militar pero que a su vez tuvo un compromiso con la verdad por el cual salvó vidas.
“Lo peor era andar sin anteojos, tocando la mugre, la propia y la del lugar, la humedad… Anduve descalzo mucho tiempo. Imagínese eso para un obsesivo de la higiene y la tranquilidad como yo. Eso ellos lo sabían”, contó Di Benedetto en una entrevista que Silanes publicó en el diario Hoy en1987 para conmemorar el primer aniversario del fallecimiento del escritor. Se refería a su período de detención en La Plata, donde además de torturarlo con ferocidad, los militares le destrozaron los lentes; una vejación que, tanto como la mugre, para él era igual o peor que los golpes. Tras un largo silencio, en una letra prolija y minúscula, comenzó a escribirle unas cartas a su amiga Adelma Petroni donde, supuestamente, le contaba sueños. Pero era un modo de burlar el cerco militar: en verdad esos sueños eran relatos como “El juicio de Dios” o “Caballo en el salitral”, que luego fueron incluidos en el libro Absurdos.
Apenas recuperó su libertad (por la que pidieron Robert Cox desde el Buenos Aires Herald que dirigía e intelectuales como Osvaldo Bayer o Ernesto Sabato), Di Benedetto se presentó en el Ministerio del Interior tras pedir una audiencia. Habló con Albano Harguindeguy, con el coronel José Ruiz Palacios. Quería saber por qué había sido detenido, como si las palabras pudieran poner un poco de claridad sobre ese hombre que había envejecido de golpe, herido como un vidrio pisoteado. No hubo respuesta posible. Marchó al exilio. Estuvo en París junto a su amigo Juan José Saer, en Alemania con Bayer, en Madrid. El oficio periodístico se transformó en un ganapán, con colaboraciones para diarios argentinos y revistas europeas. Volvió a Buenos Aires, obtuvo algunos puestos como asesor cultural y un pasar económico discreto. Mientras intentaba rehacer su vida, se encontró varias veces con Ricardo Piglia, quien contó: “Hablaba mucho de lo que le había pasado y de qué hacer. No se sentía cómodo con el mundo (…) Tenía una relación excéntrica con la realidad. Él esperaba algo que no llegó.”
“Es que después de caer preso, nada lo conformaba”, dice Natalia. “Había perdido la familia, la casa y los libros. De ser una persona que era una institución, pasó a ser ninguneado y a sentir que no tenía el reconocimiento que merecía. A la vez, su rol como periodista interpela a la profesión en cuanto a una conducta ética incuestionable. Cuando viajé a Mendoza, estuve en el Panteón del Círculo de Periodistas, en el cementerio Las Heras, donde está enterrado. Había polvo, hojas secas, una atmósfera de descuido. La casa donde vivió fue demolida. Y junto a estos gestos, conviven otros. En Mendoza todo el mundo se acuerda de él pero muchos siguen hablando de Di Benedetto en voz baja. Diego de Zama, ese personaje que él creó, tiene una carga de condena y tortura que también rodeó a su creador.” <
La autora de Antonio Di Benedetto periodista habla del costado menos conocido del autor de Zama, su carrera periodística como subdirector del diario Los Andes de Mendoza. También de la cárcel y la tortura que padeció durante la última dictadura militar sin que nunca supiera bien por qué.
El escritor tiene fantasía en la cabeza. El periodista tiene conciencia de los hechos, no por él mismo, sino porque se le dan. (…) la literatura es verdadera si nos agarra como seres agónicos, si no nos hace creer que somos superhombres, si nos hace ver que somos débiles (…) Este es el rincón de la vida que se llama literatura y no debe ser confundido con la literatura periodística, que ya no desecho. Lo que rechazo es la confusión entre la una y la otra. Por culpa de esa confusión nos hemos sublimado demasiado. Como somos hechos a imagen y semejanza creemos que somos diositos”, le dijo Antonio Di Benedetto a Rodolfo Braceli durante una entrevista que se publicó en la revista Gente en 1972. Y agregó: “No es para tanto. En realidad debemos enfrentarnos con las más pequeñas traiciones, con la infidelidad, con las deslealtades.”
Sentada en un bar durante una siesta de verano sofocante, la periodista Natalia Gelós comenta que en la obra de los escritores muchas veces aparecen cifrados algunos detalles de ficción que, más tarde, terminan siendo contundentes en sus vidas. Y recuerda la escena inicial de Zama (1956), ese mono muerto que no puede irse ni quedarse, enredado entre los palos de un muelle, en el agua que lo impulsa. “De algún modo, Di Benedetto también se sintió preso de una tragedia que nunca terminó de comprender”, dice.
Comenzó su investigación fascinada por la trilogía de novelas que forman ese “Zama” junto a El silenciero (1964) y Los suicidas (1969). “El periodismo es una excusa para escribir de otros y satisfacer la curiosidad propia”, opina Natalia, que se recibió de licenciada en Comunicación Social en La Plata y que obtuvo su master en periodismo otorgado por la Universidad de San Andrés y el diario Clarín con una tesis que fue el germen de su libro: Antonio Di Benedetto periodista (una historia que pone en tela de juicio el rol de la profesión), editado por Capital Intelectual. Todo empezó en 2005, cuando entrevistó a la escritora y ensayista Jimena Néspolo, autora de la biografía intelectual de Di Benedetto Ejercicios de pudor (editada por Adriana Hidalgo, al igual que la mayor parte de la obra del escritor mendocino), ante el estreno de una versión cinematográfica de Los Suicidas, dirigida por Juan Villegas. Por esa novela, en 1967 Di Benedetto había ganado la primera mención del premio Primera Plana-Editorial Sudamericana por dictamen de un jurado que integraron Gabriel García Márquez, Leopoldo Marechal y Augusto Roa Bastos. Pero hubo otro detalle que a Natalia le llamó la atención: el mismo año que gana ese premio, Di Benedetto asume como secretario de redacción del diario mendocino Los Andes. “Poco tiempo después se transformó en subdirector. ‘Subdirector, pero con funciones de director’, aclaraba él. Porque ese era el puesto jerárquico más alto ya que el de director quedó vacante, una especie de homenaje post mortem al hijo del fundador del diario, Felipe Calle.”
La madrugada del 24 de marzo de 1976, con el anuncio del golpe aún tibio, un grupo de uniformados entró en Los Andes y con una orden de arresto, se llevó a Di Benedetto. Fue alojado en el Liceo Militar y luego lo trasladaron a la Unidad Nº 9 del Servicio Penitenciario Bonaerense en La Plata. Recuperó su libertad en el invierno de 1977. Pero ya era otro hombre. ¿Cómo fue su vínculo con el periodismo? ¿Cómo fue su padecimiento en la dictadura? ¿Qué cosas se modificaron en su vida y en su obra a partir de entonces? Esas fueron las preguntas iniciales que alentaron la escritura de este libro. Además de material de archivo rastreado en diarios y revistas y libros, Natalia entrevistó a más de 50 personas vinculadas a Di Benedetto que dieron testimonio y ayudaron a construir un perfil pleno de matices. Como el de su hija Luz, que vive en los Estados Unidos y que mantuvo un vínculo complejo con ese padre pulcrísimo con sentido del humor cáustico, que pasaba los días en el diario para supervisar hasta la última coma mientras escondía en los cajones algunas cartas de mujeres que no eran la madre de la chica. La investigación se completa con fuentes consultadas en organismos gubernamentales y de Derechos Humanos, para buscar pistas de una detención cuyas causas (difusas, claro) obsesionaron a Di Benedetto hasta su muerte, en 1986. También incluye un dossier de textos periodísticos que el escritor publicó en Los Andes, La Prensa, Clarín y La Nación.
–¿Cómo era Di Benedetto al frente del diario?
–Era un hombre recto, temido y respetado. No tenía reparos en decir las cosas como las pensaba y en juzgar a la gente en función de lo que creía debía ser un periodista; es decir una persona formada con verdadera vocación. Era un convencido de respetar la supuesta objetividad, de buscar el justo medio, tal como decía en sus clases porque durante cinco años estuvo al frente de la cátedra de Redacción Periodística en la Escuela Superior de Periodismo de Mendoza. Creía en el concepto de “hacer hablar a las dos campanas” y eso se notaba en el diario que llevaba. Por otro lado, alentaba mucho a los periodistas jóvenes si veía que estaban interesados en el oficio. Y sobre todo, si leían. En esto acuerdan los testimonios de Braceli, Alberto Atienza, Carlos Suárez o Raúl Silanes también. Él asegura que Di Benedetto lo forjó como escritor, no sólo en cuestiones formales sino también en el carácter. Le decía, por ejemplo, que no tenía que ir a las presentaciones de libros si no le interesaban o construirse una vida de figura pública. De hecho, era raro que el mismo Di Benedetto participara de fiestas o eventos de ese tipo. De todos modos, era imposible que no se destacara mientras obtenía premios o viajaba al exterior (estuvo estudiando en La Sorbona y fue enviado especial de Los Andes y La Prensa en países de América Latina, Europa y África). Es decir, era una figura que conjugaba prestigio y poder. Lógicamente, eso generaba resquemores.
–¿Cuál era su vínculo con la política?
–En términos orgánicos, ninguno. Él decía que adhería a la política de Alfredo Palacios y no mucho más. Ciertas versiones lo ligan a ERP o Montoneros pero las personas que lo conocían dicen que no es posible. Por un lado, era antiperonista y no muy afecto a estructuras piramidales donde debiera cumplir órdenes. Supongo que si hubiese militado, él mismo se hubiese encargado de decirlo por su compromiso con la verdad. Esa misma ética lo llevó a publicar noticias que ponían en evidencia el accionar criminal de las organizaciones militares en todas sus formas. En 1973, por ejemplo, autorizó la publicación de un complot del Frente Nacionalista Patria y Libertad, que operó con militares chilenos y la venia de los argentinos, para derrocar a Salvador Allende. En 1975, durante una comida en la Guarnición Militar de Mendoza, pidió la libertad de Jorge Bonnardel, periodista de Los Andes, detenido. Cuando le respondieron con argumentos sobre la situación del país él les dijo: “los militares son tan brutos que difícilmente comprendan esta situación.” Muchos de los entrevistados creen que ese fue el primer paso hacia su detención. En el verano de 1976, Ledda Muñoz se presentó ante los militares mendocinos con una nota de tapa que revelaba dónde estaba detenido su hijo Alberto, de acuerdo a una información publicada por El Andino, la versión vespertina de Los Andes. No lo soltaron, pero no pudieron negar su detención y eso, dice Ledda, le salvó la vida a su hijo. Si bien, retrospectivamente, todo pareciera debatirse entre quienes tuvieron una militancia y quienes no, otra opción fue la suya, que decidió no militar pero que a su vez tuvo un compromiso con la verdad por el cual salvó vidas.
“Lo peor era andar sin anteojos, tocando la mugre, la propia y la del lugar, la humedad… Anduve descalzo mucho tiempo. Imagínese eso para un obsesivo de la higiene y la tranquilidad como yo. Eso ellos lo sabían”, contó Di Benedetto en una entrevista que Silanes publicó en el diario Hoy en1987 para conmemorar el primer aniversario del fallecimiento del escritor. Se refería a su período de detención en La Plata, donde además de torturarlo con ferocidad, los militares le destrozaron los lentes; una vejación que, tanto como la mugre, para él era igual o peor que los golpes. Tras un largo silencio, en una letra prolija y minúscula, comenzó a escribirle unas cartas a su amiga Adelma Petroni donde, supuestamente, le contaba sueños. Pero era un modo de burlar el cerco militar: en verdad esos sueños eran relatos como “El juicio de Dios” o “Caballo en el salitral”, que luego fueron incluidos en el libro Absurdos.
Apenas recuperó su libertad (por la que pidieron Robert Cox desde el Buenos Aires Herald que dirigía e intelectuales como Osvaldo Bayer o Ernesto Sabato), Di Benedetto se presentó en el Ministerio del Interior tras pedir una audiencia. Habló con Albano Harguindeguy, con el coronel José Ruiz Palacios. Quería saber por qué había sido detenido, como si las palabras pudieran poner un poco de claridad sobre ese hombre que había envejecido de golpe, herido como un vidrio pisoteado. No hubo respuesta posible. Marchó al exilio. Estuvo en París junto a su amigo Juan José Saer, en Alemania con Bayer, en Madrid. El oficio periodístico se transformó en un ganapán, con colaboraciones para diarios argentinos y revistas europeas. Volvió a Buenos Aires, obtuvo algunos puestos como asesor cultural y un pasar económico discreto. Mientras intentaba rehacer su vida, se encontró varias veces con Ricardo Piglia, quien contó: “Hablaba mucho de lo que le había pasado y de qué hacer. No se sentía cómodo con el mundo (…) Tenía una relación excéntrica con la realidad. Él esperaba algo que no llegó.”
“Es que después de caer preso, nada lo conformaba”, dice Natalia. “Había perdido la familia, la casa y los libros. De ser una persona que era una institución, pasó a ser ninguneado y a sentir que no tenía el reconocimiento que merecía. A la vez, su rol como periodista interpela a la profesión en cuanto a una conducta ética incuestionable. Cuando viajé a Mendoza, estuve en el Panteón del Círculo de Periodistas, en el cementerio Las Heras, donde está enterrado. Había polvo, hojas secas, una atmósfera de descuido. La casa donde vivió fue demolida. Y junto a estos gestos, conviven otros. En Mendoza todo el mundo se acuerda de él pero muchos siguen hablando de Di Benedetto en voz baja. Diego de Zama, ese personaje que él creó, tiene una carga de condena y tortura que también rodeó a su creador.” <
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