viernes, 30 de septiembre de 2011

Educación y sociedad
El dilema de la evaluación en el aula
Por Gabriel Brener Lic. Educación (UBA).
Habrá que tener cuidado con la vocación resultadista que sólo enaltece el éxito del fin que justifica cualquier medio. Y que condena la derrota, transformando cualquier equívoco en castigo. Desesperación por el 4 en una época, en otra por el 6, a veces por el 7…
Cada vez que se va acercando el fin de año en las escuelas, se pone bravo el asunto de los exámenes. Comienzan a circular todo tipo de especulaciones (que parecen más deportivas o financieras que escolares): que cuántas me llevo, que mejor arriesgo estas dos porque esta otra creo que zafo, que no hiciste nada en el año y en los últimos 100 metros te creés Gardel, que la de Lengua no me aprueba ni que le recite Cien años de soledad de memoria, que si no aprobás olvidate de ...( lista de objetos, permisos y respuestas a una innumerable colección de deseos y/o contratos a término).
En sintonía con el verano, se calienta todo tipo de ambientes: el del aula que se transforma en un intenso ámbito de negociaciones, el de las familias, que levanta temperatura con un combo explosivo de promesas y presiones en danza. Momento difícil para muchos pibes, no menos fácil para docentes y directivos, también para las familias…
Aprovecho entonces para abordar el tema de la evaluación en la escuela, un asunto bastante controversial. Por ser tan cotidiano y omnipresente y al mismo tiempo muy poco debatido y por eso ausente. Uno podría pensar: en la escuela se evalúa todo el tiempo, que así no, que sentate, que no alcanzás los objetivos, que tenés un uno, que no demuestra interés, que hay que ser como fulano, que te esfuerces más, y toda palabra o cualquier mirada docente siempre parecen estar evaluando. Todo esto es cierto, pero a veces confundimos los tantos.
Creemos que evaluación es sinónimo de control, y al quedar esclavos de esa idea, todo se reduce a una cuestión de cálculo, de especulación. Y en esta lógica todo lo que se enseña, cualquier cosa que se aprende, adquiere valor en el mercado escolar en tanto y en cuanto sea medible. Lo que cuenta es el resultado, sin importar cómo cada quien llegó a obtenerlo. Obsesión resultadista que no le pertenece sólo a la escuela, no hay más que observar el mundo del deporte más popular de nuestro país, promediando la mitad del campeonato local, sólo por los resultados vuelan por el aire casi la mitad de los directores técnicos; y si en un par de fechas el goleador no convierte, poco importa cómo esté jugando. Resultadismo que en la radio y la TV mide el saber de los participantes por el acierto de las respuestas. Vivimos en una sociedad en la que cotizan alto las respuestas, y las preguntas parecen valer muy poco. Unas dan sensación de fortaleza, de convicción, las otras suelen asociarse al ignorante. Las respuestas van en sintonía con una sociedad y una escuela acostumbradas a las certezas de un relato universal único y eficaz. Algunos tipos de preguntas son la más clara evidencia del quiebre de esos universales.
Si se trata de aprender, de conocer más y mejor, será cuestión de poner en duda cierto tipo de preguntas, especialmente aquellas que vienen con sus respuestas de antemano. Y apostar a las preguntas que inquietan, que mueven a construir antes que a dar algo por hecho, o también esas preguntas que nos permiten transformar una situación difícil en un problema que, formulado con claridad, habilita un gran primer paso para posibles soluciones.
Habrá que tener cuidado con la vocación resultadista que sólo enaltece el éxito del fin que justifica cualquier medio. Y que condena la derrota, transformando cualquier equívoco en castigo. Desesperación por el 4 en una época, en otra por el 6, a veces por el 7…
Aquí cobran protagonismo las notas, la calificación como mera especulación. Se convierten en un fin en sí mismo, exactamente igual que el dinero para muchas personas. A los alumnos que obtienen mejores notas (o más dinero) se les considera como los mejores, independientemente de cómo y por qué los han conseguido. Es necesario siempre valorar el resultado, pero en idéntica proporción con el proceso que lo hace posible, y entonces habrá que interpretar el error como fuente de aprendizaje y no sólo de sanción.
Una diferencia clave para pensar la evaluación está relacionada con el sentido de lo que se enseña y lo que se aprende en la escuela. La evaluación que sólo persigue resultado final (ignorando recorridos) suele estar asociada al control. Aquella evaluación que atienda tanto a un producto como al proceso que lo hizo posible, y que le permita a una persona dar cuenta de lo que sabe pero también de lo que no sabe, es más probable que tenga un sentido pedagógico más interesante para conocer el mundo y hacerse de los mejores medios de orientación para vivir en él. <

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